Por diversos motivos me satisface comentar esta obra de tres internacionalistas distinguidos: Antônio Cançado Trindade, cuyo texto será la materia principal de estas reflexiones; Gérard Peytrignet, quien ha desplegado una intensa actividad bajo las banderas del Comité Internacional de la Cruz Roja; y Jaime Ruiz de Santiago, quien libra batallas de buen samaritano en la trinchera del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. Este libro se publicó gracias a la gestión diligente de la Universidad Iberoamericana. Su presentación se hizo en este plantel, campus Santa Fe. Intervine entonces con algunas consideraciones que ahora utilizo, en buena parte, para la elaboración de esta nota.
Dos distinguidos catedráticos de la propia Universidad Iberoamericana -Loretta Ortiz Ahlf, directora de la Escuela de Derecho, y Santiago Corcuera Cabezut, conductor del postgrado en derechos humanos- han elaborado el prólogo que presenta la obra destinada a examinar y ponderar lo que aquellos prologuistas destacan como "derecho internacional de la protección de la persona humana". En efecto, a éste se refieren las vertientes que analizan los coautores, cuyo trabajo sabrá atraer la atención de los estudiosos de nuestro país, como ha conseguido el interés de estudiantes, especialistas y aplicadores del derecho en otras latitudes,. Anteriormente, apareció en portugués bajo los auspicios del prestigiado Instituto Interamericano de Derechos Humanos.
Deseo subrayar las advertencias que adelanta el prólogo de Ortiz Ahlf y Corcuera Cabezut en lo que respecta a los participantes en el libro colectivo, y en lo que concierne al tiempo y a las circunstancias en los que éste aparece, que en cierto modo son su signo del zodiaco. Es oportuna la publicación porque se hace cuando conviene insistir voluntariosamente en el tema que aborda: una hora de batalla para preservar la intención, el espíritu, el proyecto humanista y justiciero que anima al derecho de gentes, que corre el más grave riesgo. Los golpes de mano no suplantan las ideas ni derogan las buenas intenciones, pero pueden retrasar su implantación en la vida y empañar los pasos que varias generaciones dieron en torno al pensamiento que ilumina la Carta de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Gérard Peytrignet desarrolla un panorama ilustrativo sobre el derecho internacional humanitario sustentado en la antigua idea grociana -con precedentes milenarios- de que también en la guerra se mantiene viva la dignidad humana y se pone límites al ímpetu de los contendientes. El tratadista, quien recuerda la raíz de aquel nuevo derecho en la terrible experiencia de Solferino, lo define como el:
Cuerpo de normas jurídicas de origen convencional o consuetudinario, específicamente aplicable a los conflictos armados, internacionales o no internacionales, que limita, por razones humanitarias, el derecho de las partes en conflicto de escoger libremente los métodos y los medios utilizados en la guerra, evitando que las personas y los bienes legalmente protegidos sean afectados.
Jaime Ruiz de Santiago distribuye en dos partes su maciza contribución a la obra. La primera se dedica a la protección jurídica internacional de la persona humana, en el doble plano universal y regional, y la segunda se aplica al examen de la protección internacional de los refugiados, otra rama poderosa -pero siempre asediada- de aquella tutela. En el curso de sus reflexiones, el tratadista estudia el recorrido que va del llamado "pasaporte Nansen" -en homenaje a quien convocó a pueblos y gobiernos, desde la tribuna de la Sociedad de las Naciones, a "rodear al mundo con una cadena de hermandad"- hasta la Convención de Ginebra de 1951 y el Protocolo de 1967. En el terreno minado que abarca el derecho internacional de los refugiados, se halla en juego la "dignidad de la persona humana", como bien expresa, al cabo de su texto, Ruiz de Santiago.
El tercer capítulo de la obra colectiva se debe a Antônio Cançado Trindade, quien analiza detalladamente las vertientes de la protección internacional de la persona humana y tiende los puentes que las comunican. A partir de un examen particular de aquéllas, de su sentido, de su ámbito material y subjetivo, examina aproximaciones y convergencias que le permiten establecer una visión unitaria que resulta particularmente útil si se quiere conferir el más amplio alcance al manto protector del derecho de gentes y la más dilatada vigencia a sus principios, programas y preceptos. En este sentido, el autor asegura que "ni el derecho internacional humanitario, ni el derecho internacional de los refugiados, excluyen la aplicación concomitante de las normas básicas del derecho internacional de los derechos humanos". En seguida, estudia aquellas aproximaciones y convergencias en los planos normativo, hermenéutico y operativo. La revisión se desenvuelve sobre los órdenes regionales de Europa y América y sobre el plano mundial. La conclusión es enfática: "La visión fraccionada de las tres grandes vertientes de la protección internacional de la persona humana se encuentra hoy definitivamente superada... Cabe seguir avanzando en esta dirección".
Puesto que la presentación en México de esta obra, por parte de la Universidad Iberoamericana, se hizo en oportunidad de una visita a México del profesor Antônio Cançado Trindade, estimo oportuno referirme con mayor detalle a la personalidad y a la tarea de este internacionalista brasileño, cuyo trabajo no se encierra en las fronteras de su país, sino ha trascendido esos linderos y posee relevancia internacional.
Conocí a Cançado Trindade gracias a mi desempeño como juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). El profesor Cançado intervino en este tribunal, por primera vez, en calidad de juez ad-hoc en un caso célebre: Aloeboetoe y otros vs. Suriname, fallado en diciembre de 1991. He compartido con él las andanzas, venturas y desventuras de esta jurisdicción internacional a lo largo de casi seis años, desde que llegué a continuar la tarea cumplida durante doce por el profesor Fix-Zamudio. Entonces, Cançado Trindade era vicepresidente del tribunal, en el que ahora se desempeña como presidente. Mi pertenencia a la corte me ha dado la oportunidad de conocer mejor a Cançado Trindade y apreciarle en su ejercicio judicial, sustentado en un sólido cimiento académico.
Ser presidente de un tribunal internacional -pero especialmente de este tribunal- no es misión sencilla. Lo sabe bien el doctor Fix-Zamudio, quien lo fue, y lo vive Cançado Trindade, quien lo es. Se diría que esta Presidencia representa un gran honor, e incluso que puede constituir el punto culminante de una vida aplicada a la justicia. Cierto, pero eso no es todo. Quien preside la CIDH también debe cifrar su desvelo e invocar su buena suerte en el trabajo cotidiano de abastecer a la corte con los recursos, la comprensión y la confianza de la comunidad internacional y de las comunidades nacionales. Aquélla debe favorecer el desarrollo y la fortaleza del tribunal, y éstas deben aceptar la novedad internacional y ensanchar el horizonte, a menudo reticente, de la tutela jurisdiccional de los derechos de sus integrantes. Los Estados son -o debieran ser- los aliados naturales en la empresa de construir un sistema internacional protector de aquellos derechos, que constituya, por eso mismo, el signo de un compromiso político, jurídico y moral.
La CIDH es joven todavía. Dos décadas no son mucho en la vida de una institución de su naturaleza: apenas el tiempo de nacer, establecerse, dar algunos pasos en el sentido de su vocación y acreditar su necesidad y su beneficio. En los años de esta etapa juvenil, la corte ha podido construir una jurisprudencia vigorosa, que crece y avanza en temas tradicionales y novedosos. En el corpus juris de dieciocho opiniones consultivas -dos de ellas solicitadas por México- y decenas de sentencias sobre excepciones preliminares, puntos de fondo y reparaciones, la corte ha sustentado los criterios de la nueva jurisprudencia internacional, que constituye -para decirlo en palabras del propio Cançado Trindade- un patrimonio jurídico de los países americanos.
Hace más de medio siglo se instituyó la otra jurisdicción internacional de derechos humanos, fundada sobre la Convención de Roma. Estaba muy cerca la experiencia de la Segunda Guerra, que había puesto al mundo en la frontera del abismo. El incendio que cundió en Europa tuvo la virtud de agitar las conciencias y reivindicar la condición primordial de los derechos del ser humano y la imperiosa necesidad de protegerlos. Son, es verdad, prenda de la dignidad del hombre, pero también condición de subsistencia de nuestra especie. Esa emergencia de las ideas, de los sentimientos, de las esperanzas creó una circunstancia favorable al reconocimiento de los derechos fundamentales y al desarrollo de unos medios de tutela que culminarían en el orden internacional y el desenvolvimiento iniciado -y a menudo frustrado- en el orden nacional.
La Corte Europea ha conseguido un lozano desenvolvimiento. Enfrenta problemas importantes que seguramente sorteará con acierto, pero entre ellos ya no figura la resistencia y mucho menos la desconfianza o el rechazo de aquella sociedad continental, que hoy abarca -bajo las banderas de una cultura compartida y unos valores comunes- a ochocientos millones de personas. Había quedado en claro, una vez más, que la sociedad política se crea, como dijeron la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano francesa, para preservar los derechos fundamentales del individuo; unos derechos, por cierto, que hoy no se agotan en el puñado de libertades y prerrogativas que proclamaron aquellas cartas revolucionarias, sino agregan -en número creciente- los nuevos derechos que han traído consigo las también nuevas revoluciones de la humanidad, violentas o apacibles.
La jurisprudencia de la Corte Europea -ampliamente valorada por el tribunal interamericano- ha tenido ya la repercusión que merece y que debe ser el efecto principal de los criterios que se recogen o establecen en las sentencias de la justicia internacional. En este sentido, ha contribuido a la renovación de las normas nacionales, a la reorientación de las decisiones judiciales internas y a la formación de nuevas prácticas en materia de derechos humanos. La jurisdicción internacional tendría menos alcance si se contrajera a nutrir la doctrina de los tratadistas y a resolver, en el marco estrecho de cada contienda particular, los litigios sobre los que se pronuncia. Aspira a la trascendencia hacia los órdenes nacionales, que significa, en definitiva, impacto en la conducta del poder público y en la vida misma de las personas. El camino que se recorre desde la violación de una norma hasta la decisión del tribunal internacional se vuelve a transitar, de retorno, entre esa decisión y su influencia sobre la realidad nacional.
La breve historia de nuestra CIDH viaja en esa misma dirección. En ella se hallan su vocación y sus pretensiones. A partir de 1969, año en que se suscribió la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y de 1979, fecha en que se estableció la CIDH mediante solemne instalación celebrada en el Teatro Nacional de San José -la capital de una república hospitalaria para la democracia y los derechos fundamentales-, el tribunal ha cumplido un incesante programa de desarrollo y consolidación. A él han contribuido muchos hombres y mujeres de buena voluntad, afianzando su raíz ideológica e institucional, procurando mejores horizontes, convenciendo a los escépticos y manteniendo firme su integridad institucional y su deber jurisdiccional. En este esfuerzo, ha tenido también una participación descollante el profesor Cançado Trindade, viajero en todos los caminos que ha sido preciso recorrer para la fortaleza, el prestigio y el crecimiento de la jurisdicción interamericana.
En la obra a la que se refiere esta nota se muestra el tránsito del ser humano desde una situación de penumbra, en la que sus derechos padecieron opresión, hasta una posición de grandeza, una vez consentido su ingreso a la escena del derecho internacional. En otras oportunidades me he referido a la doble insurgencia o emergencia del hombre: primero, en el dominio de la naturaleza, cuando pudo alzar su cuerpo y elevar su frente como nunca lograron los otros seres de la creación; y después, en el dominio del derecho y la moral, cuando pudo esgrimir facultades y libertades a partir de su condición humana, sin invocación de otros títulos o poderíos. En este segundo capítulo de la presencia del hombre sobre la Tierra se asentó el constitucionalismo antropocéntrico y se anunció el internacionalismo de la misma naturaleza. De aquí seguiría la copiosa floración del derecho de gentes en las vertientes que ha presenciado el último siglo, y que constituyen tema y propuesta de la obra colectiva: derecho internacional de los derechos humanos, derecho internacional humanitario y derecho internacional de los refugiados.
El derecho internacional de los derechos humanos y su personaje crucial, el ser humano, ha constituido un motivo principal en la reflexión jurídica del profesor brasileño. Se ha esforzado en exponer la tradición del hombre en el pensamiento clásico del derecho internacional y su relativa declinación, en aras del protagonismo estatal, en el periodo intermedio entre aquél y la época que ahora cruzamos. Por supuesto, el buen observador de su realidad sabe perfectamente que la reivindicación jurídica no asegura por fuerza la reivindicación real, que es siempre una batalla por librar. Eso lo sabe Cançado Trindade como jurista reflexivo y como juez diligente. En ambos espacios cumple la tarea de recuperar el primado del ser humano y colocarlo como sustrato de esta nueva dimensión del derecho de gentes. Así se observa en la doctrina que elabora y en la sentencia que concurre a expedir, a la que suele agregar el tono de su propia voz a través de votos particulares que son sustanciosas aportaciones a la doctrina internacional.
Quiero destacar un empeño del juez Cançado Trindade en este rumbo de afirmación de los derechos del individuo en el orden internacional. Evidentemente, la jurisdicción de los derechos humanos se alza sobre la convicción y la admisión de que el ser humano ha adquirido la calidad de sujeto del derecho internacional y de que puede beneficiarse, por lo tanto, de una tutela jurídica de este mismo alcance. Sin embargo, este reconocimiento no entraña por sí mismo la dotación de todos los derechos practicables. Una cosa es exaltar los derechos sustantivos -vida, libertad, seguridad, pensamiento, creencia, expresión, por ejemplo-, y otra incorporar en el estatuto de la persona los derechos procesales que permitirán reclamar y recuperar esos derechos sustantivos y los bienes jurídicos correspondientes.
Me refiero al problema del locus standi juditio y, en su hora, del jus standi juditio, que en la teoría procesal se resume como legitimación procesal. El legitimado, para acceder directamente a la justicia y reclamar inmediatamente sus derechos materiales, es un actor y no un mero espectador, ni siquiera un acompañante calificado. En la evolución de la materia jurisdiccional del derecho internacional de los derechos humanos, esta cuestión ha recibido diversas soluciones que muestran la menor o mayor evolución del orden internacional en este ámbito.
En el plano europeo, en el que actuaron una Comisión de Derechos Humanos y una corte de igual especialidad, el recorrido condujo -por medio del Protocolo 11 a la Convención de Roma- a la entrega de legitimación al individuo, con la consecuente desaparición del intermediario promotor, la comisión. No ha sucedido lo mismo en el orden americano, sujeto a unas disposiciones convencionales que depositan la acción procesal en manos de la Comisión Interamericana, que la esgrime con frecuencia, y de los Estados, que no la utilizan. Finalmente, la comisión -parte en sentido procesal, subraya Cançado Trindade, como también lo manifiesta el actual Reglamento de la CIDH- retiene en este caso una presencia similar a la que tienen, internamente, el Ministerio Público o el Ombudsman. Al decir esto, no estoy identificando estrictamente aquélla con éstos, sino sugiriendo una semejanza útil para fines expositivos.
El juez Cançado Trindade ha trabajado por ampliar la participación de la víctima en el enjuiciamiento ante la CIDH. Este es uno de los temas que suele desarrollar y defender con maestría. Ante las instancias pertinentes de la Organización de los Estados Americanos, en la exposición frente a públicos especializados o generales y en la elaboración de estudios, proyectos y ponencias, Cançado se refiere al ingreso más
franco y más extenso de la víctima en los actos del proceso internacional, de manera que su prestancia procesal se empareje con la prestancia material que ya ha conseguido.
En este orden de consideraciones, son particularmente apreciables los trabajos de este jurista publicados en la extensa Memoria del Seminario sobre "El sistema interamericano de protección de los derechos humanos en el umbral del siglo XXI", realizado en San José de Costa Rica, en noviembre de 1999. En el primer volumen de dicha Memoria del Seminario... aparece un estudio que abarca esta materia, entre otras, bajo el título: "Las cláusulas pétreas de la protección internacional del ser humano: el acceso directo de los individuos a la justicia a nivel internacional y la intangibilidad de la jurisdicción obligatoria de los tribunales internacionales de derechos humanos". En el segundo volumen se recoge su informe como relator de las "Bases para un proyecto de protocolo a la Convención Americana sobre Derechos Humanos, para fortalecer su mecanismo de protección".
En este informe -como en otros textos preparados y presentados con el objetivo de favorecer el desenvolvimiento del derecho internacional de los derechos humanos, extendiendo para ello los derechos procesales de la víctima-, el juez Cançado Trindade ofrece una noticia pormenorizada de la evolución del reglamento de la corte. Es trascendente este punto en función de las características del reglamento como pieza fundamental del enjuiciamiento internacional. Tomando en cuenta los linderos que establecen la convención y el estatuto de la corte, el papel de la víctima se ha llevado tan lejos como ha parecido posible mediante sucesivos progresos en esa norma reglamentaria.
El autor se refiere, sobre todo, al tercer reglamento de la corte, de 1996, que abrió la posibilidad de que la víctima actuase con cierta autonomía con respecto a la comisión en la etapa de reparaciones y para los efectos de éstas. En el 2000, la corte adoptó un nuevo reglamento, el cuarto de la serie, actualmente en vigor, que va mucho más allá. Las presuntas víctimas, sus representantes o sus familiares debidamente acreditados -dice el artículo 23- podrán presentar sus "solicitudes, argumentos y pruebas en forma autónoma durante todo el proceso".
Esta ya es una "pica en Flandes", aunque todavía no se constituya la víctima en titular de la acción procesal. Reconocido que aquélla es sujeto del litigio, y por lo tanto parte en sentido material -como diría Carnelutti-, se adelanta un paso en el rumbo que pudiera convertirla en parte formal, esto es, sujeto del proceso. Cançado Trindade celebra el avance con satisfacción. No lo considera el final del camino, pero reconoce que marca un hito estimable en el recorrido que lleva a una posible participación plena de la víctima en la promoción y reclamación de sus derechos ante el órgano jurisdiccional. He destacado este asunto por la importancia que aquel tratadista le ha concedido en sus trabajos como jurista y como magistrado del órgano internacional.
México y Brasil llegaron casi simultáneamente ante la jurisdicción contenciosa de la CIDH, a través de sus respectivos actos de reconocimiento, al cabo de muchos años. Con esto, doscientos setenta -o más- millones de iberoamericanos vieron elevarse una nueva garantía de sus derechos fundamentales, encarnada en la justicia internacional. El compromiso de ambos países ha contribuido de manera muy significativa, en mi concepto, al fortalecimiento de la corte y de lo que ella representa y promete. Aguardamos todavía, es verdad, la incorporación de otros países de Norteamérica y el Caribe, pero el paso dado por México y Brasil al final de 1998 ha tenido enorme relevancia en la empresa de construir un sistema continental tutelar de los derechos humanos.
Hay otros pasos que dar. Por lo que hace a México, el trayecto hasta el punto en el que nos encontramos ha sido arduo y accidentado. Respeto y aprecio, como el que más, las razones de mi país en su vida internacional. Es preciso conocerlas y entenderlas para comprender las distintas etapas de nuestro acercamiento a la jurisdicción internacional, en general, y a la de los derechos humanos, en particular. En su hora, esto permitirá examinar con objetividad y resolver por consenso, como es mi voto, la incorporación al sistema de justicia penal internacional. Es conocida la posición del gobierno mexicano antes de la conferencia que examinó y aprobó, en 1969, la Convención Americana y, en ésta, la creación de la CIDH, posición que sostuvo la delegación mexicana, encabezada por el esclarecido profesor Antonio Martínez Báez, casi hasta el final de ese encuentro. Cuando la conferencia concluía, México aceptó, como consta en el acta final, el establecimiento de la corte. Lo hizo en la inteligencia de que la jurisdicción de ésta sería complementaria y no excluyente de la justicia nacional.
También es conocido el curso de los acontecimientos que vinieron más tarde: adhesión a la convención, simpatía por la causa jurisdiccional en el seno de la Organización de los Estados Americanos, participación de jueces mexicanos en el tribunal, solicitud de opinión consultiva sobre el derecho de información acerca de la asistencia consular, admisión de la competencia contenciosa, nueva solicitud de opinión en torno a los derechos laborales de los trabajadores indocumentados, entre otras estaciones del largo recorrido. Y aquí nos encontramos. Ahora conviene que la república reflexione sobre el puente que es preciso tender entre el orden internacional y el nacional, como lo han tendido otros países del continente, para evolución del derecho, progreso de la protección a la persona y claridad de la situación que tenemos o tendremos en este orden de cosas.
Ha llegado el momento de crear un marco jurídico constitucional que haga luz en este campo y facilite la articulación de México en el sistema internacional, no para recibir decisiones extrañas, sino para subrayar la decisión política fundamental central de la nación, que consta en la ley suprema: protección al ser humano, valor primordial en el orden jurídico interno; y no para prescindir de soberanía, sino para ejercer ésta, un ejercicio consecuente con aquella decisión fundamental y, por ende, con el interés superior de la nación.
En la agenda de las reformas constitucionales debiera encontrarse, por otra parte, una que acoja con franqueza y claridad las normas de los tratados internacionales en el ordenamiento nacional, habida cuenta de que ya forman parte de éste, a título de "ley suprema de la Unión", y de que es necesario profundizar en las consecuencias de ese mandamiento alojado en el artículo 133 constitucional.
Es pertinente que los derechos consagrados en tratados de los que forma parte México -y que son, como observa Fix-Zamudio, norma nacional de fuente internacional- se hallen protegidos por medios jurisdiccionales domésticos, tomando en cuenta que la justicia nacional es la primera línea de protección de los derechos humanos. Para esto, considero procedente la reforma que plantea el proyecto elaborado en 2000 y 2001 por una comisión de juristas designada por la Suprema Corte de Justicia, que plantea incorporar explícitamente en el ámbito material de protección del juicio de amparo la tutela de los derechos humanos previstos en instrumentos internacionales de los que México sea parte.
La reflexión que suscitan el pensamiento y la obra de Cançado Trindade, Peytrignet y Ruiz de Santiago podría llevarnos muy lejos. El comentario de esta obra ha servido como oportunidad para revisar algunos temas principales del nuevo orden internacional de los derechos humanos, hoy asediado por regresiones y peligros que han puesto en predicamento la eficacia misma del derecho de gentes y la integridad y fortaleza de sus instituciones.
Si es preocupante el cuestionamiento del sistema de seguridad colectiva, no lo es menos -y hasta pudiera serlo más- la afectación profunda de los derechos humanos, con el consiguiente desmedro de una verdadera democracia, que ha traído consigo la etapa de incertidumbre y relativismo que estamos viviendo. El desconocimiento del derecho en aras del derecho, el desmontaje de la libertad en aras de la libertad, la declinación de la seguridad en aras de la seguridad no sólo encierran paradojas inadmisibles, sino peligros gravísimos que deben ser señalados y conjurados.
Sergio GARCÍA RAMÍREZ *
* Presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos e investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.