INTERVENCIÓN DEL DOCTOR SERGIO GARCÍA RAMÍREZ EN EL ACTO DE PRESENTACIÓN DE LA OBRA LIBER AD HONOREM. SERGIO GARCÍA RAMÍREZ

He oído palabras que no merezco y recibido atenciones que no he ganado. Unas y otras obedecen a esa rara virtud que ciega los ojos de los amigos, a cambio de exaltar su afecto y encender su imaginación, dos cosas que van de la mano. Al cabo de la vida, éste es el mayor tesoro: todo gratuito y perfecto, entrañable y desmedido. Lo agradezco profundamente, de la única manera que puedo: con palabras que expresen la gratitud que debo a quienes supusieron que sesenta años eran un buen motivo para reunir un haz de ensayos bajo el común denominador de Liber ad honorem, aun cuando le hubiera convenido mejor aquel otro, más tradicional y ajustado a quien no merece honores sino recibe sentimientos: Liber amicorum. Pongo, pues, en afectuoso entredicho el título de la obra: el libro de los honores es en realidad -¿cómo podría ser otra cosa?- el libro de los amigos.

No omitiré agregar desde ahora que aquel tiempo de vida ya no constituye el milagro de supervivencia que fue en el mundo medieval. Dígalo, si no, nuestro Instituto, también sexagenario sin que ello lo prive de un conveniente aire juvenil. Se cumplen, pues, los sesenta años, y quien lo consigue puede quedar tan impune y tan campante. Esa es, por lo menos, la aspiración.

La iniciativa de esta obra fue de José Luis Soberanes. A su convocatoria concurrieron ochenta y un juristas mexicanos y no mexicanos -se me rebela decir extranjeros, precisamente ahora-, que han dejado en estas páginas el testimonio de su compañía. En unos casos, ésta me ha beneficiado durante muchos años; en otros, apenas comienza; y en todos me enriquece. Este es el común denominador. Digamos que por ello los observo desde la portada de ambos volúmenes con un beneplácito de hombre apacible que yo no me conocía. Hasta sonriente aparezco. Ahora que lo sé, gracias a mis amigos, trataré de darme alcance y justificar la imagen con que me sorprendió la fotografía.

Aunque tome unos minutos de su tiempo -sólo algunos, lo prometo, porque estas seis décadas ya infunden cierto aire de urgencia a mi propio tiempo; vamos, hasta diré que de emergencia- debo explicarme y explicar cómo vine a dar a este lugar y a este momento. Debo hacerlo, porque un libro y una reunión de estas características sólo podrían repetirse, en sentido estricto, cuando yo acumulara una vez más lo mismo que acumulé para recibirlos, es decir, cuando cumpliera ciento veinte años. Aunque esto se encuentra claramente entre mis posibilidades, confieso que está más allá de mis pretensiones actuales, que me sugieren prudencia biográfica. Y también sospecho que existe cierta probabilidad, primero, de que en esa segunda vuelta José Luis Soberanes no sea director de nuestro Instituto, y segundo, de que los investigadores y colegas que hoy me escuchan no se animen a acompañarme. José Luis tendrá otras encomiendas y ustedes otros compromisos. Por todo ello, es ahora o nunca.

Arribé al Instituto después de unos estudios de doctorado que pusieron la proa hacia este puerto, conducido por uno de los padres fundadores: Niceto Alcalá-Zamora, hace treinta y tres años. El Instituto se alojaba en la Torre de Humanidades, única que había en la Ciudad Universitaria -años más tarde sería Torre 1-, y era dirigido por Roberto Molina Pasquel, a quien pronto relevaría Héctor Fix Zamudio, primer director de tiempo completo, tan completo como su peso en el mundo de los juristas.

La explosión demográfico-jurídica hizo que el puñado de investigadores que éramos entonces tuviera que aglomerarse a razón de dos o tres por cubículo, calurosos los del oriente por la mañana y los del poniente por la tarde, como inexorablemente sucede en los edificios que tienen esa orientación acostumbrada. En ocasiones, las exigencias de acomodar a la creciente plantilla de investigadores, nutrida por los becarios y los huéspedes ilustres, determinó que un mismo cubículo fuese sometido a dos poblaciones, por riguroso turno: matutino y vespertino; y luego que los escritorios se asignaran a medias, equitativamente: es decir, por hileras de cajones, derecha e izquierda. En estas cuitas nos hallábamos cuando compartí un cubículo del poniente con dos colegas infinitamente más jóvenes que yo: Patricia Kurczyn y José Francisco Ruiz Massieu.

Luego apareció en el firmamento del Instituto -pero sobre todo en sus escasos cubículos- un signo insufrible de la explosión demográfica, que nos hizo ver la necesidad imperiosa de buscar otro asentamiento: en un cubículo, compartido en silencio, debieron trabajar don Niceto, mi maestro, y Eduardo Novoa Monreal, un eminente penalista chileno que hace casi veinticinco años prologó un pequeño libro mío generado en el Instituto. Para nosotros esas fueron las trompetas de Jericó que anunciaron el cercano final de nuestra estancia en la Torre 1. Después llegarían otras direcciones competentes y creativas, en las manos de Jorge Carpizo y Jorge Madrazo. Lo que se dice de los hombres, se puede decir del Instituto: crecía en edad, saber y gobierno.

De aquellos años para acá han sucedido muchas cosas. Quizás han acontecido todas las cosas, sin que esto signifique que no puedan ocurrir algunas más. No me refiero solamente a la caída del muro de Berlín y algunos hitos semejantes, sino al ánimo viajero del Instituto, que cambió dos veces de residencia, y al florecimiento de varias generaciones de estupendos investigadores que hoy le dan a este organismo vivo y bullicioso el talante moderno y activo que por fortuna lo distingue.

No omitiré decir que yo también cedí al ánimo viajero e hice mi propia travesía extramuros, cuyos detalles -que he comenzado a olvidar- ahorraré a quienes me escuchan. Andando los años, como se dice, reingresé al Instituto -sin haberlo dejado, propiamente, nunca- en la tercera de sus moradas. No se si adelante nos aguardan otras -como en el discurso de Santa Teresa-, pero difícilmente la habría más hospitalaria que la que hoy nos aloja.

El Instituto es otro, siendo el mismo, y yo soy otro, siendo -lo subrayo, con cierta obstinación- también el mismo que entonces, con ciertas cosas de más: canas, pocas, y arrugas, por no dejar; y algunas de menos, que no se cuáles, pero debe haberlas. Ahora bien, entre lo que se ha modificado figura lo que nos atañe más, porque interesa sobremanera a nuestra Universidad, que no es ni debe ser -lo afirmaré con Justo Sierra, en el más bello pasaje de su visión de la Universidad, una "patria de almas sin patria"-: se ha modificado México: mucho su cuerpo y algo su alma. Es decir, ha variado nuestra circunstancia; y con ella comenzamos a variar nosotros mismos. Esto me lleva a la segunda parte -y final- de mi reflexión ante ustedes, que quisiera destinar a mis jóvenes compañeros que ya son la holgada mayoría de nuestra planta académica. Además, así me libro de girar en torno al Liber ad honorem, y entro en él, un tanto a destiempo, con un texto personal: algo así como una colaboración tardía o unas neutrales apostillas.

En este periodo, que algunos llamarían de transición, acaso porque el agua irrepetible -que es el tránsito, la transición- discurre bajo el puente, han quedado en claro las coordenadas movedizas del orden jurídico, que hemos conocido de primera mano. No hay más, ni lo hubo nunca, que poder y libertad. En ellas anida todo el derecho, y sólo circula por y para ellas: el histórico, el actual, el que venga en un año o en ciento o en mil. Ahí se refugian todas las categorías, de alguna manera visible. Al poder responden y corresponden la atribución, la función, la obligación; y a la libertad, la autonomía, la soberanía, la facultad. Otras cosas son apenas familia extensa, prole ruidosa de aquellos conceptos nucleares, que nunca permanecen sin alguna variación. Cambian, crecen, disminuyen, como lo hacen el poder y la libertad.

¿Habría duda de que el derecho constitucional es una forma -la más enfática, por cierto- de conjugar el poder y la libertad? ¿La habría de que esto mismo sucede en el derecho privado, en el penal, en el social, en el internacional? ¿No son todos ellos una manera, un estilo, un ensayo de frasear el poder y la libertad en cierto escenario particular? Si alguna reflexión -pero no un consejo, jamás- pudiera yo compartir con los jóvenes investigadores que hoy prestigian el Instituto y con los que en el futuro lo harán, esa reflexión tendría que ver con la necesidad de moderar, encauzar, racionalizar, ennoblecer el poder, y también -todo de una vez- estimular, exaltar, glorificar la libertad.

Les diría que vale la pena intentar todo esto como actores de su tiempo, no como observadores o testigos; y les recordaría que el derecho -construido sobre las columnas del poder y la libertad- es un orden de la conducta, no apenas un espacio de la reflexión, aunque necesite de ésta para poner espíritu en aquélla. Hay que salir, pues, a establecer desde ahora la nueva frontera del derecho. Esto les devolvería esa vocación fundadora que el derecho -hoy ensombrecido- debe recuperar.

Entre los asuntos que nuestro tiempo propone al jurista, hay uno que expresa, con rara fidelidad, la dialéctica entre el poder y la libertad. Me refiero a la reforma del Estado, un hueso duro de reformar. Lo menciono porque es, quizás, el capítulo primordial de la nueva ópera jurídica -opera prima del siglo que se iniciará- y porque en él, conscientemente o no, deliberadamente o no, se ponen en movimiento todos los resortes del poder y la libertad. Bajo el manto de la reforma del Estado habremos de reconstruir la summa de relaciones, tensiones y pretensiones del poder y la libertad, para que sobre ella se erija el hombre del porvenir.

Reformar al Estado no es, sin embargo, un trabajo que ya hayamos descifrado. No lo hemos hecho, por lo pronto, en México. Sucede aquí, como suele ocurrir, que embarcamos con algarabía y comenzamos a navegar con grandes golpes de remo, a reserva de preguntarnos después, en el mar abierto, hacia dónde vamos, cómo, por dónde y por qué. Eso, que a veces pasa en las mejores familias de navegantes, también ocurre en México, que es, dicho sea de paso, la sede del Estado que nos interesa reformar.

Hemos oído y apechugado toda suerte de explicaciones y equivalencias. Unas se conforman con la proposición geométrica: que el Estado -o mejor dicho, la administración- reduzca su volumen, aunque para ello tenga que prescindir de millares de servidores. Sin embargo, a la hora de poner manos a la obra, lo que se produce es otra cosa: se prescinde de empleados menores, pero crece el número de los mayores, con pompa y circunstancias. Así se ha denunciado en España, hace apenas unos días -leemos en la prensa-, a partir de los informes oficiales del gobierno popular, que iba a hacer una drástica reducción de mandos, y lo que consumó con diligencia fue un rotundo incremento, sobre todo en las zonas doradas de la administración: finanzas y economía.

Otras versiones de la reforma del Estado se concentran en la reducción de funciones del poder formal, que se traduce en un concepto tranquilizador: menos atribuciones, para que opere la mano invisible; y en otro inquietante: menos obligaciones, para que la mano visible no tenga que operar. Pero esta reducción de las funciones apareja -ya comienza a hacerlo- la reducción de las garantías sociales, que desembarazan de carga la nave del Estado, y la disminución de las penales, que le permiten viajar con tranquilidad. Así, el adelgazamiento del Estado se convierte en adelgazamiento -con riesgo de anemia- del sistema tutelar de los ciudadanos, particularmente arriesgado ahí donde hay -como entre nosotros, que no somos calca de una quimera- un amplísimo número de tutelables irredentos, que no se disciplinan al modelo.

Existe una versión más culta y aparatosa de la reforma del Estado. Ésta se resuelve en el trasiego de poderes entre poderosos: que unas atribuciones se trasladen de un poder a otro, porque así lo recomienda el manual. Ni Locke ni Montesquieu pudieron imaginar las posibilidades de aquella mudanza, tan por encima de los ciudadanos boquiabiertos. En una de sus expresiones, esto pudiera llevarnos a emprender algunas faenas de ingeniería constitucional, perfectamente válida y hasta recomendable cuando la ingeniería precedente no soporta el peso del edificio y el fragor de sus ocupantes. Empero, habría que ver si la obra, llave en mano, tiene raíces aquí, que la hagan perdurable y natural, y no apenas follaje allá. Dicen los expertos forestales que los árboles de escasa raíz arriesgan la seguridad del vecindario cuando el viento los bate. ¿Hay algún viento de esta naturaleza?

Aunque ha pasado de moda invocar las revoluciones -todas hipotéticamente muertas en las tumbas en que respiran-, tengo para mí que la única verdadera reforma del Estado -quiero decir, la única que interesa a los ciudadanos- es aquella que se acoja a la vieja Declaración revolucionaria de 1789: la finalidad de la sociedad política es la preservación de los derechos del hombre. Y éstos, hoy, ya no son apenas los cuatro o cinco nucleares que dijo la Asamblea reunida en París, sino los muchos más que aventuraron los pueblos que llegaron después. En México, por ejemplo, la reforma pendiente sería la que pusiera en movimiento, una a una, las garantías que proclama nuestra elocuente Constitución nominal, para decirlo con palabras de Loewenstein.

Pero hay algo más. Del mismo modo que este Instituto no es uno cualquiera, ni esta Universidad es una más, ni este país es apenas otro entre los que porta la Tierra, la reforma del Estado tiene paternidad, filiación, nación y destinatario singular. Se trata de que los mexicanos reformen el Estado mexicano, para que sean servidos -y bien- por ese aparato reformado, o mejor dicho, por ese sistema original de relaciones entre el poder y la libertad. De ahí mi reticencia a las traducciones y a los programas de computadora con disposición universal. Sospecho que éstas pudieran contener el virus de la extrañeza; quienes lo reciben se pierden para siempre.

Aquí dejaré las apostillas que prometí. Sólo quise llenar de alguna manera mi participación en esta jornada, e ingresar, aunque fuera tardíamente, a la obra colectiva. La comencé invocando la generosidad que mis amigos y colegas cultivan con tan resuelta constancia como magníficos resultados. Soy su beneficiario. Debiera agradecer, con un reconocimiento ad feminas et ad hominem, a todos y cada uno de quienes colaboraron en el Liber ad honorem. Lo haré -o lo hice ya- de manera más directa y personal. La lista es larga; más lo es, todavía, la de mis afectos y gratitudes, que han ido creciendo, siempre creciendo, desde las primeras horas del remoto 1965, en que me inicié como profesor en la Facultad de Derecho, o del distante 1966, en que comencé mi actividad como investigador en el Instituto de Derecho Comparado.

Bajo el puente pasó toda el agua que podía pasar. Dije que de ella bebí. De ella bebo todavía. Es un agua fresca y transparente que alumbra en esta Universidad, y que nunca ha estado estancada. Ojalá que persistan sus manantiales. A otros, mejores que yo, han ofrecido ciencia, bondad y serenidad; y a muchos que vendrán, cada uno mejor que los anteriores, las ofrecerán.

De esta manera se cumplirá también la propuesta de Justo Sierra en la refundación de nuestra casa común: que ella sea, como ya lo es, "un grupo de estudiantes de todas las edades sumadas en una sola, la edad de la plena aptitud intelectual, formando una personalidad real a fuerza de solidaridad y de conciencia de su misión".

Aquí nos encontramos hoy en el más hondo de los significados: encontrarse, que no es sólo estar, sino sobre todo hallarse a sí mismo, recuperarse en una estación de la existencia, verse reflejado, auténtico y genuino. Por ustedes, me encuentro yo. Lo hacemos donde podemos y debemos, siendo quienes somos: en esta Patria breve y profunda que es la Universidad.