EL ESTADO DE DERECHO: UNA PERSPECTIVA HISTÓRICO-ESTRUCTURAL

Marcos KAPLAN

SUMARIO: I. El modelo clásico. II. La experiencia latinoamericana. III. Balance y perspectivas.

La crisis que afecta a los países latinoamericanos, México incluido, otorga cada vez más a la cuestión del Estado de derecho un papel crucial en los debates y decisiones respecto al desarrollo nacional. Se justifican así los esfuerzos para examinar el origen y desarrollo del Estado de derecho, su naturaleza e implicaciones, sus alcances y límites, sus logros y frustraciones, sus posibilidades de ascenso, o de consolidación y vigencia, mediante un necesario enfoque histórico-estructural.

I. EL MODELO CLÁSICO

El Estado y el derecho modernos, su síntesis y culminación como Estado de derecho, se caracterizan por su novedad histórica y su diferenciación con el derecho de las sociedades y civilizaciones que lo precedieron. El derecho del Estado moderno se ha caracterizado en efecto por su alto grado de fundamentación, de elaboración doctrinaria y técnica, su complejidad. Se evidencia como un fenómeno sin precedentes de una autolimitación del Estado mediante la sujeción al imperio de la ley como condición de su propia soberanía, de su legitimidad y consenso, y de su eficacia en el cumplimiento de múltiples funciones y tareas.

A ello debe agregarse la creatividad social y político-jurídica del Estado y el derecho modernos; su flexibilidad y adaptabilidad respecto a los cambios inducidos por el contexto socioeconómico, cultural y político; su capacidad de autotransformación. La novedad y la especificidad del Estado y el derecho modernos que convergen en la invención histórica del Estado de derecho se revelan a partir y a través de su desarrollo en Europa Occidental, primero como Estado absolutista y luego como Estado liberal, y a través de la posterior exportación de su modelo, para su incorporación a la virtual mayoría de los países.

En una Europa Occidental en tránsito de la baja edad media a la modernidad, lo que llegará a ser Estado de derecho es a la vez uno de los resultados, los componentes y los factores de la constelación constituida por el sistema político nacional, el capitalismo, la industrialización, la cultura crítico-racional, la secularización, la democratización como proceso y la democracia como régimen, todo en los marcos de una creciente mundialización de la economía y el orden interestatal.

El Estado moderno emerge desde el siglo XVI en Europa Occidental bajo la forma del absolutismo monárquico de Francia, Inglaterra y España. Es actor protagónico en la transición del feudalismo al capitalismo; a la vez productor y producto de las nuevas formas de economía y sociedad, árbitro y regulador de la gama de conflictos, entre las fuerzas feudales (aristocracia, Iglesia) y la nueva burguesía (comercial, financiera, manufacturera). A ello se agregan luego los conflictos entre el absolutismo y la burguesía ascendente que dan lugar a las revoluciones democráticas del siglo XVIII en Inglaterra, Estados Unidos y Francia.

El Estado absolutista se dota de instrumentos y políticas en favor de los propios intereses de la monarquía y, cada vez más también, de la nueva burguesía. Servido por una nueva burocracia de administradores y juristas, el ejército permanente, el sistema fiscal nacional, el nuevo régimen jurídico, el Estado absolutista centraliza el poder e impone su autoridad sobre las autoridades fragmentadas (feudales, urbanas, regionales, étnicas, religiosas...). Lo hace mediante leyes de corpus conocido con vigencia exclusiva y excluyente, un aparato judicial y policial de procuración e impartición de justicia que debe operar en un contexto de reglas establecidas.

Ello responde a la necesidad del nuevo Estado de justificar y rea-lizar en plenitud su soberanía en lo interno y en lo externo y de lograr legitimidad y consenso, creando y fortaleciendo sus bases en los grupos y actividades que generan riqueza y poder nacionales, y enfrentando con variable éxito la competencia y el conflicto con otros Estados dentro de una economía internacional y un sistema interestatal en pleno desarrollo. A través del nuevo derecho, el Estado consagra ante todo los derechos de propiedad y contratación, sus corolarios y proyecciones, como garantías de seguridad, de estabilidad y previsibilidad, y con ello las posibilidades de cálculo económico racional, de iniciativa, productividad y creatividad, de y para individuos y grupos, y para el desarrollo nacional.

Ello presupone y requiere una categoría de juristas, profesionalizados y especializados, al servicio del Estado. La monarquía adopta el derecho romano y lo establece en toda Europa; sus intérpretes se vuelven sus ministros y principales agentes. Juristas imperiales y legistas reales proveen al Imperio y a las monarquías el nuevo sistema de leyes, las garantías para hacerlas cumplir y los justificativos legales para violarlas. Un ejército de abogados enaltecen el Estado monárquico, luchan para destruir los obstáculos a la expansión estatal.

El Estado moderno nace para instaurar e imponer la ley y el orden, como árbitro y policía naturales, en favor de los bien ubicados en la jerarquía social y en contra de los subalternos y dominados. El Estado castiga o amenaza para lograr obediencia, hace frecuente o normal uso de la tortura y la pena capital, todo en nombre del bien público. La violencia del Estado y el duro tratamiento a los súbditos "garantiza la paz interior, la seguridad de los caminos, el confiable abastecimiento de mercados y ciudades, la defensa contra enemigos externos y la efectiva conducción de las guerras que se sucedían indefinidamente. La paz doméstica era una joya sin comparación (Fernand Braudel)".

La recepción tienen un doble impacto, político y económico, correspondiente a su rama de ley pública que regula las relaciones entre el Estado y los súbditos, y de ley civil que regula las relaciones entre los súbditos. En lo político, el derecho romano de los legistas imperiales y de los juristas reales favorece la reorganización y desarrollo del Estado como conjunto de poderes monárquicos centralizados, con exigencias constitucionales. El derecho público consagra la naturaleza formalmente absoluta de la soberanía imperial y monárquica, el aumento de la autoridad pública, los poderes discrecionales del rey, su independencia de la autoridad de la Iglesia. Para ello se busca separar los poderes espirituales y los temporales, y considerar al emperador como libre de las leyes y por encima de ellas. El derecho se va volviendo así instrumento intelectual y técnico para la realización de la integración territorial y el centralismo administrativo, a imponer sobre privilegios medievales, derechos tradicionales, franquicias privadas.

En lo económico, el derecho romano es recibido y reajustado para la difusión de las estructuras y relaciones capitalistas en campo y ciudad, y de los intereses vitales de la nueva burguesía; en favor de la propiedad privada irrestricta, y de la producción mercantil y el comercio en la agricultura y las manufacturas.

Se va afirmando la garantía de la propiedad como condición de la inversión productiva y de la acumulación de riquezas, mediante la provisión de seguridad en las dos dimensiones de las relaciones del poseedor individual de la propiedad con el soberano y de los miembros de la sociedad entre sí. El soberano va abandonando el derecho de disponer arbitrariamente de la riqueza de los súbditos que van adquiriendo poder económico y político; aprende que es más fácil y beneficioso expropiar con indemnización que confiscar, tomar en nombre de la ley o por procedimiento judicial más que por simple apoderamiento; contar con impuestos regulares de tasas fijadas en vez del recurso en casos urgentes a exacciones de monto indefinido. Los súbditos aprenden a tratar entre ellos las cuestiones de propiedad por vía de acuerdo más que por la fuerza, y por contrato entre partes nominalmente iguales más que en función de lazos personales de inferior a superior (David Landes).

La modernización jurídica e institucional no sólo destruye o relega estructuras híbridas y resabios arcaicos y tradicionales, sino que proporciona los nuevos patrones y formas requeridas a la vez para el fortalecimiento del Estado y para el crecimiento económico. La necesidad de legitimidad y consenso presupone y exige una legalidad que incluya el reconocimiento de libertades, derechos, garantías, para un número creciente de grupos cuyo número y peso de intereses, demandas y presiones van creciendo, no sólo con el desarrollo de la economía capitalista y de la sociedad burguesa, sino con su correlato en un proceso de democratización y de construcción de regímenes políticos de signo democrático-liberal, que van apuntando al Estado de derecho. Se van afirmando fuerzas favorables a la extensión de la participación social y política al mayor número posible dentro de los límites del sistema. Ello se entrelaza con las revoluciones de Inglaterra, Estados Unidos y Francia, y con la amplia gama de movimientos democratizantes, nacionales y populares que van expresando y proyectando la irrupción de nuevas clases en la sociedad y la política. Se va desplegando el movimiento que, por la prueba y el error, busca dar expresión jurídica e institucional a la democracia, y termina por crear el marco del Estado constitucional, forma que requiere llenarse de los contenidos constituidos por los derechos y libertades fundamentales.

El Estado de derecho no nace de la nada, como algo dado una vez para siempre. En él confluyen los contenidos y productos de la invención colectiva y la creatividad histórica, de clases, grupos, instituciones y naciones. Desde el siglo XIX se puede hablar de la democracia como el sistema que presupone y admite, e incluso busca que los miembros de la sociedad participen de pleno derecho en las decisiones que los afectan individual y colectivamente, de la manera más completa y efectiva posible. Este tipo ideal puede encarnarse en diferentes regímenes, asumir diferentes formas de gobierno, tener distintos grados de validez, vigencia y realización efectiva. Contrapuesta a la autocracia, la democracia presupone y requiere que el poder sea ejercido por el cuerpo de ciudadanos que remplace la masa de súbditos, y que formule y aplique un conjunto de principios, valores, fines, reglas y procedimientos.

1. La soberanía popular implica que la suprema voluntad y poder de mando, en lo interno y en lo externo, incluso el poder constituyente, residen en el pueblo de la nación, que lo ejerce directamente o por representantes elegidos. Sociedad y Estado se fundan en el reconocimiento y garantía del ejercicio de los derechos de todas las personas como libres e iguales, sujetos de la sociedad civil y de la sociedad política. Por ser ciudadanos, y no meros súbditos, los miembros de la comunidad deben ser libres de restricciones no autoimpuestas por el consentimiento mayoritario y con aplicación del principio de igualdad. El poder se justifica por emanación de ciudadanos con derechos, y por los fines comprometidos en su realización.

2. La soberanía popular se entrelaza con los principios del Estado de derecho y de la supremacía de la ley. La Constitución y las leyes que estructuran y rigen al Estado, instauran y consagran la libertad, la igualdad y otros derechos correspondientes. El Estado es garante de la ley, para la vigencia de los derechos, incluso si es necesario contra el poder estatal, y bajo pena de deslegitimación. La lógica de la democracia se contrapone a la lógica de la dominación y de la autocrática.

La simbología del contrato entre pueblo y gobernante, con reciprocidad de derechos y obligaciones, confiere a la ciudadanía el derecho y la capacidad para actuar directamente o por medio de sus representantes; participar en el Estado y controlarlo; fijar fines de bien común, obligatorios para el gobierno; exigir cuentas de la gestión política y administrativa. El pueblo soberano puede privar de legitimidad y consenso al gobierno y al Estado, incluso rebelarse por causa legítima, y cambiar la forma de gobierno.

El Estado de derecho implica también que el poder no es identificable con quienes lo ejercen ni acaparable por ellos; no se encarna en el cuerpo físico de un soberano; no es un lugar vacío, objeto de competencia, forcejeo y ocupación total y definitiva.

El Estado nacional heterogéneo -recuerda Ralf Dahrendorf- es una de las grandes conquistas de la civilización. Hasta hoy, al menos, no se ha descubierto otro marco donde los derechos de todos los ciudadanos puedan constituirse, esto es, formularse y garantizarse. El monopolio del poder por parte del Estado nacional es presupuesto indispensable de la validez de los derechos civiles, es decir, de la posibilidad de reivindicarlos y de exigir su respeto [...] El Estado nacional heterogéneo es la condición que hace posible la libertad garantizada.

Aunque ello sea condición necesaria, pero no suficiente, del derecho y de la libertad, hasta ahora no han nacido instituciones y poderes capaces de amparar al derecho a través del cual se concreten las libertades reales.

En las condiciones de sociedades afectadas por múltiples diversidades y conflictos (socioeconómicas, étnicas, raciales, religiosas, lingüísticas, nacionales, internacionales), por una parte el Estado Nacional heterogéneo debe enfrentar el reto de dar igualdad de derechos para desiguales, creando las instituciones propias de un Estado democrático de derecho si quiere evitar el desarrollo incontrolado de antagonismos y confrontaciones que amenazarían la existencia misma de la sociedad y del propio Estado; y a la inversa y correlativamente, derechos y libertades requieren de las instituciones del Estado que los amparen, como poderes controlados que, por estar sujetos a reglas, pueden ejercerse de manera responsable y durante un plazo de tiempo dado.

3. Así, el derecho puede o tiende a escaparse de todo poder que pretendiera apropiarse de él e instrumentarlo para negarlo. Los derechos del ser humano exceden a toda formulación ya producida, la cual en sí misma contiene ya las exigencias de reformulación amplificatoria. Siempre extensibles, los derechos adquiridos son llamados a sostener derechos nuevos. Los derechos del hombre no son asignables a una época dada; su función no se agota en una forma histórica definitivamente cristalizada y al servicio de una clase, sector, interés o poder. Ellos no cesan de cuestionar el orden establecido, los intereses creados, los poderes vigentes, las normas instituidas; fundamentan reivindicaciones críticas o impugnadoras de poderes sociales y políticos.

Pese a la intencionalidad de dominación que subyace en su origen y desarrollo histórico, el basamento cultural-ideológico del Estado moderno, con todas sus limitaciones (inherentes y contextuales) es la búsqueda y realización de las libertades humanas, y algo de este fundamento ha ido pasando -a través de luchas reivindicatorias de grupos, sectores y naciones- a la realidad social y política. Por sus valores proclamados (humanismo, pluralismo, reformismo) el derecho del Estado moderno y su imperio convocan a la crítica de sus defectos y frustraciones; admiten enmiendas, mejorías, superaciones. Este potencial reivindicatorio y transformador del derecho se proyecta al mantenimiento de los derechos adquiridos, y a su amplificación y desarrollo en diferentes aspectos y formas.

4. El Estado democrático requiere reglas y procedimientos para la participación de los ciudadanos en las decisiones políticas y en respuesta a preguntas como: ¿Quién está autorizado para tomar y aplicar determinadas decisiones colectivas?, ¿cómo, a través de cuáles instrumentos y mecanismos, con qué alcances? Reglas y procedimientos que se refieren a diferentes aspectos y niveles:

a) Validez y vigencia del principio de ciudadanía para la organización de la sociedad política como república de ciudadanos, libres e iguales en derechos, no afectados por distinciones ni discriminaciones (fueros y privilegios) para el goce de los derechos políticos: participación, opinión, elección y elegibilidad a través del sufragio.

b) Voto libre, igual y decisivo de todos y cada uno de los ciudadanos, con igual peso.

c) Elecciones libres, frecuentes y periódicas, que ofrezcan opciones reales entre candidatos diferentes, de partidos en competencia con miras a la alternancia en el gobierno.

d) Deliberaciones y decisiones según el principio de la mayoría numérica.

e) División y equilibrio de poderes, con garantías contra el predominio del Ejecutivo, y en favor de la independencia, autenticidad y eficacia del Legislativo y del Judicial.

f) Reconocimiento y garantía del pluralismo conflictivo (individuos, grupos, organizaciones, tendencias, alternativas); de la tolerancia; del libre debate de ideas; de los métodos de mediación, negociación, renovación gradual, reforma, búsqueda del progreso con el menor grado posible de violencia y catastrofismo.

g) Reconocimiento y garantía de los derechos de las minorías, incluso de oposición al Estado y sus gobiernos, y de eventual conversión en mayorías democráticamente legitimadas como voluntad de la ciudadanía.

h) Consagración de los derechos y libertades de todos y para todos, para su vigencia efectiva, y no sólo en el papel y el discurso, como supuestos y objetivos que el Estado no puede invadir ni desvirtuar en tanto ellos son condición de su propia legitimidad, incluso el deber de protección contra actos de fuerza y abusos y excesos de poder que provengan de actores públicos y privados.

Por su naturaleza originaria y su desarrollo en diferentes espacios y momentos históricos, el modelo de democracia liberal y Estado de derecho exhibe a la vez logros y fracasos, límites y nuevos avances, dentro de un proceso mundial de democratización nunca definitivo y siempre vulnerable y reversible.

El Estado y el derecho no son mero producto o reflejo de la infraestructura socioeconómica, ni instrumento pasivo en manos de una clase económica y socialmente dominante, como simple ejecutor de sus políticas. Estado y elite pública nunca llegan a confundirse totalmente con los grupos de dominación socioeconómica ni con el sistema como una realidad monolítica y dada para siempre. El derecho del Estado liberal contiene diferentes posibilidades. Incorpora valores y normas con un potencial favorable al cambio del ser en función del deber ser, que fuerzas y tendencias emergentes pueden tratar de realizar, reinterpretando preceptos para adecuarnos a realidades y exigencias actuales.

La concepción liberal clásica ha carecido de un criterio preciso sobre las relaciones entre Estado, por una parte, y la economía y la sociedad, por la otra, y sobre la delimitación del ámbito de acción del primero respecto a las segundas. En dicha concepción, por la separación entre lo económico y lo político, entre lo privado y lo público, el Estado no debe interferir en las acciones individuales que, dejadas en libertad y operantes en el mercado, harían coincidir el interés y el bienestar privados y públicos. El Estado debe restringirse a lo que se supone indudablemente público (orden y la seguridad).

La misma diferenciación entre Estado y sociedad, entre esfera política por una parte, y esfera económica de libre empresa y mercado libre para la acumulación y la rentabilidad, por la otra, obliga al Estado a intervenir y a incrementar sus funciones y poderes. Lo hace para implantar las precondiciones de la economía de mercado y de su crecimiento, y para las acciones de corrección y restauración que requieren las insuficiencias intrínsecas, los efectos perversos y las perturbaciones del mercado, incapaz de regular adecuadamente a la economía y a la sociedad en su conjunto, y los conflictos socioeconómicos y políticos que todo aquello origina.

Además, en y para su legitimación, el Estado moderno busca definirse en mayor o menor grado como protector de las libertades y bienes del individuo, en tanto portador de derechos y fuente de soberanía, y se compromete por lo tanto a otorgar seguridad y a reducir incertidumbres. Como resultado de los movimientos democrático-liberales e igualitario-socializantes que ascienden desde fines del siglo XVIII, y se van manifestando en México y América Latina en el siglo XIX y en el XX, la protección del Estado se amplifica y diversifica: de los derechos civiles (seguridad, propiedad) y cívicos (participación, representación, sufragio) se va prolongando hacia derechos económicos y sociales cada vez más numerosos y diversificados. Se va creando así la necesidad y posibilidad de la intervención del poder público mediante acciones positivas. Ello puede llevar a intervenciones y realizaciones públicas que resultan contrarias a intereses y voluntades de grupos en posiciones de dominación y privilegio, pero fieles a las exigencias de cumplimiento de las promesas (explícitas e implícitas) del modelo democráticoliberal.

La tensión estructural que siempre ha existido y sigue existiendo en el capitalismo, entre lo privado-económico y lo público-privado, ha permitido o impuesto reinterpretar el liberalismo y el Estado de derecho.

Tal como surgiera en Europa Occidental, el liberalismo es en parte concomitante y en parte coincidente con el componente y el dinamismo democráticos, pero entre uno y otros existen tensiones, contradicciones y conflictos que se manifiestan en la doctrina y en la práctica políticas. El dilema entre liberalismo (económico) y democracia (política) puede reinterpretarse en dos sentidos opuestos.

El dilema puede intentar resolverse mediante un refuerzo del conservadurismo en detrimento de la democratización, con el autoritarismo político y el Estado fuerte que garanticen la ley y el orden y con ello el crecimiento y la modernización. La autocracia no osa decir su nombre; se identifica con el derecho, la democracia, la república; utiliza las formas, los instrumentos y mecanismos que le permitan proclamar que su autoridad proviene del pueblo; dicta constituciones y leyes que no cumple. La democracia es proclamada como el mejor principio de gobierno, pero adecuada para países ya desarrollados, prematura e inconveniente hasta que se cumplen etapas previas de crecimiento y modernización.

El dilema puede, por otra parte, conducir hacia una mayor vigencia y una mejor utilización del Estado de derecho para una oposición legítima al poder, a los medios de dominación de clase, de gobierno y administración de justicia, para su reforma, y también para aumentar la conciencia y el ejercicio efectivo de libertades políticas y civiles. En definitiva, para el avance de la democratización como prerrequisito, componente y resultado de un desarrollo nacional integral.

A la validez y vigencia variables y al despliegue contradictorio y fluctuante de los principios de libertad, igualdad y participación de todos, se han opuesto siempre los límites y tendencias estructurales del sistema económico predominante en el mundo, las concentraciones de poder en grupos minoritarios, la jerarquizaciones más o menos estrictas. Ello se ha manifestado como múltiples formas de desigualdad, injusticia y opresión (económicas, sociales, culturales, políticas), trabas discriminatorias que restringen la participación según criterios varios (censo, educación, sexo, edad, clase, etnia, nacionalidad, religión, ideología...); vías de escape a la vigencia de la democracia mediante una variedad de soluciones y formas autoritarias.

A la tensión estructural entre el privilegio económico y la participación democrática y los conflictos que genera, entre grupos e instituciones y entre naciones, han intentado responder en el siglo XX partidos, movimientos y regímenes autoritarios y totalitarios. Sobre todo dos totalitarismos simétricos y polares, y las fuerzas políticas e ideológicas que se alinearon bajo su signo. Por la derecha, el régimen nacional-socialista alemán que instaura el Partido-Estado y su supremacía, para preservación del capitalismo nacional y la lucha por la hegemonía mundial mediante la liquidación de toda forma de democracia y de Estado de derecho, el control y la manipulación de las masas, el proyecto imperial y la economía de guerra. Por la izquierda, el régimen stalinista soviético, que combina otra variedad del Partido-Estado, la estatización y burocratización integrales, el control absoluto de la población, el uso de una ideología universalizante, todo resultante en la hostilidad irreconciliable respecto al Estado democrático de derecho en cualquiera de sus formas.

En respuesta al mismo desafío y a los experimentos totalitarios, en los países desarrollados y en las últimas décadas, se dan propuestas e intentos de extensión y avance de la democratización, aunque con alcances y éxitos variables, incluso con estancamientos y retrocesos. Considerada la democracia menos como sistema o régimen y fórmula acabada, y más como proceso permanente, sin imposición de un modelo único ni finalidad fatalmente predeterminada, y sin estación de llegada, se reactualiza la noción de la extensibilidad de los principios, normas y prácticas. Se reivindica la ampliación de los derechos políticos a la participación plena de la mayor parte posible de la población, en los procesos de formación y aplicación de la voluntad colectiva. La ampliación apunta a otros derechos y espacios que los tradicionales; al aumento de número de ciudadanos, de derechos y de sus titulares y destinatarios (económicos, sociales, culturales, políticos), de formas de asociación, de organización y de praxis colectivas.

Se multiplican las demandas de pluralismo participativo (social, ideológico, político, étnico, nacional, religioso, regional, por sexo y por edad). Adquiere mayor peso la opinión pública. Se incrementa la diversificación y la gravitación de partidos políticos y movimientos sociales. Se expande el Estado benefactor. Se explora y demanda la combinación de formas de democracia representativa y directa.

Todo ello apunta al rechazo de la diferenciación y oposición de la democracia formal y la vida social, del individuo y la sociedad, del ciudadano y el hombre privado. Se reconoce que la esfera política es parte de la sociedad global, y que lo que sucede en la sociedad civil contribuye a condicionar las decisiones, acciones y consecuencias políticas. La democratización en las formas de la política no equivale necesariamente a la democratización de sus contenidos y resultados, ni a la efectividad de un gobierno democrático, y tampoco garantiza contra tendencias y formas autoritarias ni contra la posibilidad del despotismo y la autocracia.

Se plantea así la necesidad de la ocupación, por actores, prácticas y formas democráticas, de más amplios espacios sociales, hoy dominados por organizaciones rígidamente jerarquizadas y burocratizadas, y por estilos autoritario-verticales, tanto en lo público como en lo privado, para que la democratización cubra el campo global de la sociedad civil y de la sociedad política en su diversidad de espacios, formas, prácticas y articulaciones. Ello implica el reconocimiento del derecho de todos a la participación en la multiplicidad de sus papeles, funciones y prácticas.

El modelo euroatlántico de Estado y de derecho, y de Estado bajo el imperio de la ley, creado y transformado resulta históricamente exportado para su recepción e integración adaptativa en la mayoría de las naciones en México y América Latina, donde ha tenido una historia accidentada.

II. LA EXPERIENCIA LATINOAMERICANA

Desde la independencia y la organización nacionales, el modelo y el proyecto de integración internacional y de desarrollo nacional, las fórmulas y las formas de economía y sociedad, de cultura, de Estado, democracia y derecho, han sido importados, desde los países más desarrollados de la época a México, como a los otros países latinoamericanos, por sus elites dirigentes y grupos dominantes, adaptados e interiorizados como propios. Han sido además anticipatorios respecto a las premisas y bases que deberían haber tenido, y a los contenidos y resultados que pretendieron tener o que prometieron lograr.

La incorporación al sistema económico-político mundial y a los patrones de división mundial del trabajo, los convierte en marcos de referencia impositivos y cambiantes, con el consiguiente peligro de desajuste y retraso. Se impone y acepta la restructuración interna de los respectivos países como un ajuste pasivo a las coacciones exteriores, para posibilitar la inserción en el sistema económico-político mundial, el crecimiento y la modernización interiores, la instauración y continuidad del nuevo sistema de dominación.

Con ello, no se produce internamente los prerrequisitos, los componentes y los resultados del crecimiento, la modernización, el cambio social, el Estado nacional, la democracia, la cultura y la ciencia. Los países latinoamericanos no han tenido los equivalentes del Renacimiento y de la reforma religiosa, del Siglo de las Luces, del espíritu burgués y la empresa capitalista, de la sociedad civil, de la revolución democrática, del principio de ciudadanía. Las formas de la modernización, el Estado nacional, la democracia, el imperio de la ley, han sido siempre proyecciones anticipatorias y promesas poco o nada cumplidas, por la carencia de reales prerrequisitos, componentes, proyecciones y mecanismos de refuerzo y amplificación. En especial, el prototipo de democracia que las elites públicas importan y aplican se anticipa a la realidad y a la democratización; se irá dando en oleadas sucesivas, con flujos y reflujos, inclusiones y exclusiones, ascensos y desbordes, reajustes y estabilizaciones, recuperaciones y regresiones.

El modelo de orden político-jurídico que se instaura es el euroccidental y norteamericano de Estado independiente, centralizado, republicano, democrático-representativo, bajo el imperio del derecho, con división de poderes y consagración solemne de los derechos y garantías individuales a las esferas política y civil. El modelo se rea-liza como Estado liberal-elitista-oligárquico. Sus formas jurídicas e institucionales se sobreimponen a fuerzas, estructuras y dinamismos que en parte rechazan, en parte refractan y deforman las formas político-jurídicas del nuevo sistema. Constituciones y leyes se formulan y se acatan pero en mayor o menor medida no se cumplen, o se realizan con modalidades que se apartan de los prototipos y de sus justificaciones doctrinarias. Ello plantea desde el principio ambigüedades y oscilaciones entre el ser y el deber ser, la forma y el contenido, la intención proclamada y el resultado producido.

El Estado se pretende legitimado por la soberanía popular, secularizado, centralizado, republicano, democrático, representativo, bajo el imperio de la ley, con división de poderes y consagración de derechos y garantías individuales en lo civil y en lo político. A la inversa, la inserción dependiente en el orden económico político internacional, la concentración del poder en minorías nativas y extranjeras, la marginación de las mayorías, restringen la vigencia de los principios de autonomía y centralización del Estado, de soberanía popular y democracia representativa.

Las elites dirigentes heredan una sociedad carente de las tradiciones y fuerzas de la democracia, el capitalismo, la industrialización, la diversificación pluralizante, la sociedad civil. Ellas asumen el poder sin cambios estructurales, sin amplias bases sociales, sin legitimidad ni títulos válidos, con una representación usurpada; van consolidando su dominación por los éxitos en la guerra, en la creación del orden interno, en la construcción del Estado, en la integración internacional. Su dominación se basa en la fuerza desnuda, el caciquismo y el caudillismo, el logro gradual de un consenso impuesto por los pocos a los muchos. La participación de las mayorías es bloqueada. La realización de los principios democrático-liberales es postergada para un futuro indefinido.

Las elites fundadoras en una nación inexistente o larvada y con un pueblo ausente o pasivo, el Estado, los regímenes políticos y los gobiernos, carecen de legitimidad para expresarse y actuar como voluntad común, decisión política, poder constituyente ejercido por y para una pluralidad de grupos, organizaciones e instituciones. No son poder nacional soberano, de origen auténtico, y con capacidad para dar apoyo y vigencia a la Constitución.

Elitización y oligarquización en lo social y lo político se entrelazan con la adopción de un modelo de economía, de sociedad y desarrollo que en parte hereda y expresa y en parte coproduce un sistema fuertemente polarizado y rígido; desequilibrado por las diferencias de poder, riqueza; fracturado por tensiones y conflictos de todo tipo. No existe, o apenas se va esbozando, una sociedad civil como red de actores sociales, comunidades, organizaciones, instituciones, prácticas, para la autoprotección, el autodesarrollo, la participación, el control sobre el Estado y los gobiernos.

La sociedad se caracteriza por la imperfecta diferenciación estructural, la poca o nula autonomía de los subsistemas, la debilidad de la secularización y de la opinión pública.

El bajo grado de división del trabajo se manifiesta en la escasa diversificación de los actores, la poca especialización de las estructuras y órganos, la reducida posibilidad de asunción por unas y otros de funciones netamente determinadas. Actores y órganos asumen y confunden en sí varios papeles y funciones poco diferenciados. La lenta e incompleta secularización deja subsistentes relaciones, valores y normas tradicionales, contribuye a la acumulación y confusión de poderes y a su personalización.

Los grupos primarios (de parentesco, étnicos, territoriales, religiosos...) predominan por largo tiempo; se revelan mutuamente conflictivos y excluyentes, poco articulables en conjuntos orgánicos, carentes de autonomía, manipulables como clientelas de grupos elitistas y oligárquicos. Los grupos intermedios y las organizaciones secundarias (empresariales, sindicales, partidistas, culturales e ideológicas, de opinión pública...) no existen o son débiles y de lento avance. Su inexistencia o insuficiencia impiden o retrasan la constitución de membresías de orígenes varios y amplias superposiciones; la integración en cuerpos colectivos y corrientes de opinión; la movilización al servicio de causas y objetivos nacionales; la provisión de sostenes pero también de controles para Estados y gobiernos.

La fragmentación de opiniones y públicos, con predominio de una opinión gubernamental-oligárquica, en coexistencia con otras subordinadas o subterráneas, se proyecta en la heterogeneidad de visiones, ideas, valores y normas, con un bajo grado de integración. Se carece de formas, soluciones, reglas e instituciones del juego político, que sean comprendidas, aceptadas y aplicadas por todos o por la mayoría.

Elitización y oligarquización, control de los medios de decisión y control en pocas manos, permiten combinar el respeto de las formas democrático-liberales y la desnaturalización práctica de sus principios, aplicaciones y efectos. El Estado produce y es producido por un sistema político que presenta los rasgos de una autocracia unificadora, de una democracia de participación restringida, o de un híbrido de ambos tipos. Ello condiciona y hasta determina los caracteres y alcances del régimen político-constitucional y del sometimiento del Estado al imperio de la ley.

La división y equilibrio formales de poderes son desvirtuadas por el predominio del Ejecutivo en detrimento del Parlamento y de la Judicatura. El régimen parlamentarista no es adoptado o fracasa (salvo en Chile entre 1891 y 1925 y en el Brasil imperial). Es generalmente adoptado el régimen presidencial, que deriva al presidencialismo (legal o dictatorial), y refuerza tendencias a la centralización y al autoritarismo; a la acumulación y confusión de poderes y funciones; a la encarnación personalizada y carismática del poder; a su ejercicio paternalista, arbitrario o despótico, al partido dominante (o de hecho único).

Con una concepción centralista y cuasi-absolutista del Poder Ejecutivo, el presidente y su grupo inmediato eligen y controlan a parlamentarios, gobernadores, dirigentes partidarios, altos funcionarios, jueces, grupos intelectuales. Todos ellos, a su vez, contribuyen al manejo del electorado y de los candidatos elegidos; convalidan o ejecutan las decisiones de la elite del poder del que son apéndices.

El Parlamento tiene un papel débil y subordinado al Ejecutivo, excepto el senado como reducto de oligarquías regionales. El Poder Judicial, organizado según el modelo norteamericano, hace un ejercicio limitado y cauteloso del control constitucional. Es tímido y complaciente frente a los otros poderes; se resiste a juzgar e invalidar sus actos y leyes, y a limitar su discrecionalidad; declara por propia iniciativa su incompetencia en materias políticas. El Poder Judicial acepta las delegaciones de poderes en favor del presidente, e interpreta extensivamente las facultades de aquél y sus avances sobre las libertades públicas y los derechos locales.

El federalismo emergente de los textos constitucionales y de las transacciones y pactos entre grupos y espacios regionales, evoluciona hacia la centralización y el unitarismo de hecho, por la ruptura de los equilibrios interregionales y la concentración de poderes en el Estado federal. La mayoría de los países adopta el régimen unitario. El régimen municipal reconoce limitadamente y da vigencia precaria a los gobiernos y las libertades locales.

Los derechos y garantías individuales se refieren sobre todo, en su letra y en su aplicación, a las instituciones y prácticas del capitalismo liberal --propiedad, empresa, mercado, contrato-- con las adaptaciones y restricciones emergentes de su incorporación a realidades histórico-estructurales muy diferentes de las que les dieron origen y desarrollo. Los derechos políticos, económicos y sociales son ignorados, o subestimados y privados de reconocimiento y de vigencia. El sufragio universal está restringido por la ley y por los condicionamientos socioeconómicos y políticos. Los derechos laborales, sindicales, sociales, comienzan a ser reconocidos recién a principios del siglo XX, y con fuertes restricciones en cuanto a beneficiarios, problemas y espacios de titularidad y aplicación.

Los derechos constitucionales emergen y funcionan en todo lo referente a las relaciones de los países latinoamericanos con las metrópolis, y de las elites públicas y grupos oligárquicos entre sí, con los grupos y gobiernos extranjeros, y más tarde también con estratos medios urbanos. Se aplican poco o nada a las relaciones entre elites y oligarquías y los miembros de los grupos populares, y entre centros modernos y regiones atrasadas. La mayoría de la población está privada de la protección efectiva del Estado. La ciudadanía de hecho es más reducida que la de derecho. Se mantienen o agravan relaciones primarias (semiesclavitud, peonaje, mediería, dependencia por deudas, variedades de patronazgo-clientelismo). Aquéllas se entrelazan con nuevas formas de dominación y explotación, aportadas por el crecimiento, la modernización y la integración subordinada en el sistema internacional hegemonizado por las potencias. Se da tardía e incompletamente la transformación de los súbditos en ciudadanos, y su implicación en los procesos de decisión mediante el sufragio, los partidos, los grupos intermedios, los medios de información y comunicación.

La participación política es suprimida o limitada para la mayoría de la población, por los efectos convergentes de las estructuras socioeconómicas, la amplia gama de formas de violencia, los artilugios jurídicos, las restricciones electorales. La coacción desnuda es combinada con un consenso más pasivo que activo.

El sistema electoral refleja largo tiempo la oposición al sufragio universal y la voluntad de restringir de hecho, mediante recursos formales y técnicos, su vigencia efectiva. A las restricciones estructurales se agregan las impuestas por el estatus socioeconómico y cultural (censo, educación), sexo, edad, etnia, nacionalidad. Las condiciones y resultados del sistema electoral y de las elecciones son manipuladas y adulteradas.

El sistema de partidos se caracteriza por la primacía o la cuasi-exclusividad del partido de notables, conglomerado de clanes y facciones que aseguran el manejo de la maquinaria política y del Estado en lo nacional y en lo local. El aparato de gobierno es el único partido viable y formal. Gobierno y partido se identifican como instrumento de elites públicas y oligárquicas, apoyan al presidente, a su equipo y a los círculos que lo rodean, y son estructurados y dirigidos por aquéllos. Se tiende al régimen de partido dominante o único, que concentra los poderes y controla los otros grupos y estructuras. La aparición y avance de partidos opositores se ven limitadas por la lenta emergencia, la escasa organicidad y la reducida conciencia de los grupos intermedios y dominados; la subordinación y marginalidad de mayorías populares e inmigrantes; el cuasimonopolio de intelectuales por las elites públicas y grupos oligárquicos; la rigidez del sistema político. Ello limita el surgimiento y la capacidad de irradiación de contraelites políticas con proyecto alternativo, capacidad de organización, difusión e influencia. Los partidos opositores van apareciendo como fuerzas de crítica y resistencia al régimen, más que de dirección autónoma y de proposición de alternativas y opciones. Débiles e inoperantes, no constituyen una amenaza seria para elites dirigentes y grupos dominantes. Unas y otros, no obligadas por un desafío real a modificarse en sí mismas ni en sus políticas, pueden competir y luchar entre sí sin repercusiones negativas para ellas ni para el sistema.

El régimen constitucional y jurídico resulta así formalmente válido y vigente, y goza de un primer nivel de legitimidad legalizada, pero mucho menos de legitimidad por eficacia. Aceptado y vivido por las elites públicas y oligarquías, es en cambio impuesto a clases, grupos y regiones fuera de la constelación de poder, que lo aceptan pasivamente o lo resisten y rechaza. El régimen limita su eficacia como orden formalista y aislado. Constitucionalismo y juridicidad tienden en efecto a restringirse a lo normativo, lo formulario y lo ritual; a fetichizarse para la conservación y el inmovilismo; a disociarse así de fuerzas, estructuras y dinamismos de la sociedad. Instituciones y especialistas de la legalidad se vuelven ciegas y sordas respecto a dimensiones enteras de la realidad nacional, a nuevos problemas, a disonancias y tensiones entre la legitimidad formal y la legitimidad eficaz, a las exigencias de cambio.

III. BALANCE Y PERSPECTIVAS

Durante gran parte de la historia de los países latinoamericanos, el Estado de derecho no llega a constituirse más allá de las puras formas; o alcanza sólo una existencia latente, o una validez y vigencia parciales. En las últimas décadas, sin embargo, en algunos países latinoamericanos se dan avances considerables pero insuficientes. La necesidad del Estado soberano y democrático bajo el imperio del derecho se va planteando cada vez más, por la incidencia de fuerzas, conflictos y cambios, nacionales e internacionales, como retos heredados y actuales. Los requerimientos surgen de la integración en la economía globalizada y el sistema interestatal, de creciente interdependencia, y los impactos de las crisis internacionales y su entrelazamiento con crisis internas. La insuficiencia y la regresión del crecimiento económico y la ausencia de desarrollo social, la deuda social acumulada, las demandas de recuperación y avance, incrementan la conflictividad, generan dinámicas participativas y democratizantes.

Estos retos, en el contexto de las restricciones y frustraciones heredadas y nuevas del desarrollo, abren las posibilidades (no fatalidades) de regresión y descomposición.

En lo económico, las insuficiencias y dificultades del crecimiento económico se manifiestan en la polarización y la lucha por la distribución del ingreso nacional. Se manifiesta en la proliferación de actividades improductivas, especulativas, parasitarias, de viejas y nuevas formas de corrupción y criminalidad.

Grupos, estructuras y tejidos sociales se deterioran y pierden como participantes y componentes indispensables para el desarrollo nacional. Se multiplican las formas de psicopatología, de destrucción individual, de desorganización social, de conflictividad, de aflojamiento de los lazos de solidaridad y responsabilidad personales y sociales, de criminalidad, inseguridad y violencia.

Predominan los patrones culturales que sobrevaloran el éxito económico y el poder en todas sus formas, por cualquier medio y a cualquier precio, logrados por la especulación, la corrupción, las nuevas delincuencias organizadas. Se privilegia y estimula también la violencia, la agresividad y la destructividad como estilo de acción y solución a los conflictos. Todo ello va en desmedro de una cultura política y jurídica de signo moderno y democrático.

En lo político, se refuerzan las tendencias a la conflictividad; a la intolerancia respecto a las diferencias y las divergencias; la predisposición a las confrontaciones. Se desdeña o ignora la necesidad de reglas abiertas y flexibles del juego social y político, en detrimento de las prácticas de negociación, concertación, logro de consensos, en favor de soluciones puramente coercitivas y de estilos autoritarios.

En este contexto, el Estado de derecho se presenta como precondición y componente de la racionalidad, la estabilidad y la previsibilidad que son indispensables para la integración internacional, el crecimiento, la modernización, el desarrollo social, la democratización, la soberanía y eficacia del Estado. El Estado de derecho es necesario para el desarrollo interno, tanto como para la ya inevitable participación, con autonomía y competitividad, en los procesos de integración internacional.

El Estado de derecho es también necesario para el adecuado manejo de los problemas, de los conflictos y de los procesos de cambio en el orden, la legalidad y la institucionalidad. Es lo que posibilita la legitimidad y eficacia del propio Estado, el consenso respecto al modelo o proyecto de economía y sociedad, de política y desarrollo por el que la nación en definitiva llegue a optar.

El Estado de derecho puede y debe desarrollarse como parte de una constelación que también integran la constitución de una nueva alianza de las principales elites, clases, grupos e instituciones, y su propuesta de un proyecto nacional de desarrollo. Puede y debe combinar la búsqueda del crecimiento económico en armonización con el desarrollo social; la admisión y promoción de cambios sociales indispensables, en cuanto a mayor libertad, justicia, igualdad y participación.

Se requiere la creación o el refuerzo de formas y prácticas, jurídicas y políticas, de participación, de poder y autoridad, de legitimidad y consenso, de sentido democratizante, que promuevan la ciudadanización, la cultura política y jurídica, la vigencia real de las instituciones de un Estado de derecho. Ello contribuiría a la articulación interna y a los consensos nacionales, en favor del desarrollo, la democratización, el Estado soberano, representativo, democrático, legitimado y eficaz.

Una política de desarrollo nacional debe redefinir las relaciones entre Estado, la economía y la sociedad civil, entre los tres sectores (público, privado y social), entre la planificación estatal y mercado, con el fin de combinarlas y armonizarlas en procesos de convergencia y mutuo refuerzo.

El Estado debe mantener o asumir un papel estratégico y rector, para la promoción y gestión de los intereses colectivos y del desarrollo nacional, a partir y a través de una combinación de la planificación democrática y del mercado, de los sectores público, privado y social, y de la justificación del intervencionismo estatal por los fines, los resultados y los consensos auténticos.

La intervención de un Estado con poderes, recursos y campos de acción, económica y socialmente eficaz, respetuoso de los derechos, iniciativas y creaciones individuales y colectivas, debe combinarse con las contribuciones positivas de la empresa privada y el mercado, y con el aumento de la participación de grupos, instituciones y personas, y de la sociedad civil en conjunto, en y sobre el Estado y en todos los ámbitos y aspectos de la vida social y política.

El Estado democrático de derecho se identifica así con una recuperación y trascendencia del Estado y del derecho democrático-liberales, por una universalización y efectivización de sus principios que presuponen las transformaciones interrelacionadas de sociedad, Estado y régimen jurídico. Democratización y emancipación políticas son, sin embargo, condición necesaria pero no suficiente para la emancipación humana, requerida de otras dimensiones, supuestos y componentes.

Una primera dimensión es la de la consagración y ampliación de los derechos humanos y libertades de todos, y las garantías de su vigencia, como supuestos que el Estado no puede invadir ni desvirtuar, y cuyo respeto le da una legitimidad sustantiva.

Ello implica una misma ley para todos, un mismo modo de aplicarla; el derecho de plena información, libre examen y participación efectiva en las decisiones referentes a las actividades en que una persona esté implicada o que puedan afectarla. Supone el derecho de cada uno a la diferencia y a la divergencia, a la expresión, la crítica y la oposición.

Requiere además el reconocimiento de las libertades de expresión, crítica, oposición y, en general, del pluralismo conflictivo. Esta condición requiere el voto libre, igual y decisivo de todos, para elegir a legisladores, gobernantes y administradores, representantes y gestores de intereses sociales.

Los partidos siguen reconocidos en su multifuncionalidad, pero en coexistencia con otros núcleos de intereses y poderes, otras formas y procedimientos de expresión, armonización y concertación, y de manejo de conflictos (movimientos, consejos económico-sociales, etcétera).

Esta primera dimensión no se concibe en términos puramente individualistas; presupone y exige la redefinición de los límites y relaciones entre Estado y sociedad civil. Esta debe ser reconocida como una esfera con su vida, lógica y dinámica propias; como una red de fuerzas, relaciones, estructuras y procesos que agregan, articulan, movilizan a individuos, grupos, clases, comunidades, organizaciones, instituciones, definidos por una gama de criterios de pertenencia (edad, sexo, parentesco, vecindario, recreación, cultura, ideología, región, etnia, nación). Es un conjunto de modos autónomos de organización y acción colectivas, de y para su creación, protección y desarrollo. La sociedad civil es o puede ser base de partida de demandas y arena de conflictos que el sistema político y el Estado deben atender y resolver. Equivale a una red de espacios y de formas de asociación, organización, movilización, de fuerzas sociales que se dirigen a la participación política.

La multiplicación de grupos (de intereses, de presión, de poder), estructuras, formas y redes de solidaridad directa y ayuda mutua, modos de asunción en común de necesidades y sus satisfactores, proveedores de bienes y servicios, polos de iniciativas locales: todo ello diversifica las formas transversales de sociabilidad, las pertenencias y participaciones de los individuos. La sociedad se acerca a sí misma, se recupera en sí misma y en sus potencialidades, se autonomiza y dinamiza, al tiempo que amplía la libertad de las personas.

Los componentes y formas de la sociedad civil pueden ir asumiendo funciones y tareas que contribuyan a crear condiciones de cambio progresivo, democratización, desarrollo integral. Pueden favorecer la expresión y satisfacción de necesidades; proveer fuentes de recursos y poderes; dar base, punto de partida y operacionalidad para proyectos. Proporcionan alternativas a las situaciones de atomización, anomia y alienación creadas por la sociedad, el mercado y el Estado. Reducen y controlan la ansiedad, la dependencia, la pasividad, la apatía, por la disponibilidad de centros y espacios de refugio, auto-apoyo, defensa, resistencia, avance. Desarrollan las aptitudes para la autonomía, la capacidad, la autoconfianza, el manejo de la propia vida (individual y colectiva). Generan nuevas autoridades, modos de vida, valores y normas, socializaciones, tipos humanos. Suscitan y renuevan formas de conciencia y acción políticas. Estas contribuciones para el presente y para lo posible reducen las vulnerabilidades a las regresiones sociales y políticas. Refuerzan las capacidades para la autonomía en la gestión de las instituciones públicas, sociales y privadas, para la integración de la sociedad civil y la redefinición de sus relaciones con el Estado.

La sociedad se reconstruye y se funda así a través de un proceso global y complejo de libre diálogo y libre acuerdo, sin coacciones externas, desde abajo hacia arriba y a la inversa, entre todos los habitantes, en todos sus aspectos, papeles y funciones (productores, consumidores, ciudadanos, gozadores del mundo y de la vida), en todas las esferas de la existencia. Ello se da a partir y a través de una gama de formas de participación, de democracia representativa y de democracia directa, que pueden contribuir a reducir o superar la contradicción entre la tendencia a la concentración del poder en grandes aparatos y el impulso participativo y democratizante. Una escala de estructuras participativas ascendentes puede ir integrando individuos, grupos, espacios sociales, actividades, regiones, de lo local a lo nacional, hasta desembocar en el Estado, incluso la dialéctica entre la planificación democrática y el mercado, y entre los sectores público, social y privado.

Una segunda dimensión está dada por la supremacía de la Constitución y de las leyes, como redefinición del poder constituyente, expresión de la voluntad general creada y expresada en los términos y condiciones de la democratización, y por medio de los mecanismos de la soberanía y la participación populares. Esta supremacía ejerce su imperio sobre el propio Estado, el personal y los órganos de gobierno, el aparato administrativo y represivo, el proceso legislativo, la judicatura.

El sistema democrático y el Estado de derecho deben ser cada vez más una pluralidad de "agencias diferenciadas de decisión", cuyas actividades y relaciones deben ser definidas y reguladas. De allí deriva el papel crucial del derecho, como "instancia de regulación: un complejo institucionalmente específico de organizaciones y agentes, discursos y prácticas, que operan para definir [...] las formas y límites de otras organizaciones, agentes y prácticas".

La tercera dimensión se refiere a la creación de condiciones para impedir la concentración del poder, las tendencias al autoritarismo, al despotismo, al totalitarismo. Ello supone y exige, por una parte, un esquema de separación, distribución y equilibrio de los poderes, en independencia y coordinación.

Por otra parte, se trata de promover un cierto grado de desestatización, que no lleve a un sometimiento a la mano demasiado visible de un mercado manipulado por las burocracias corporativas, y en cambio favorezca una socialidad más flexible, en los marcos de la redefinición de relaciones entre Estado y sociedad civil. Ello implica la reducción de la demanda de intervención del Estado; la desburocratización y la racionalización en la gestión de sus grandes funciones, servicios y unidades; su descentralización y acercamiento a los productores, consumidores y usuarios, ciudadanos; la transferencia de servicios públicos y actividades de interés colectivo o sectorial a grupos, asociaciones, instituciones no públicas de la sociedad civil (en sus aspectos productivos, administrativos, de procedimiento, hasta contenciosos). Este policentrismo democratizante del poder contribuye a la erección de diques tanto al autoritarismo político-administrativo del Estado como al desenfreno del capitalismo salvaje; a la imposición de la responsabilidad y a la reducción o supresión de la arbitrariedad del gobierno y la administración, y del estilo expoliador predatorio de la gran empresa privada; a la vigencia real de una actuación según la Constitución y las leyes, y bajo un adecuado control judicial y social.

En estas perspectivas, el parlamento es a la vez mantenido y transformado para la superación de sus limitaciones, y para su adecuada integración en el proyecto de desarrollo integral, de sociedad democrática de plena participación y de Estado de derecho. Es a la vez el órgano central de legislación; la garantía de las libertades (civiles, sociales, políticas); el representante de los componentes de la sociedad civil; la sede y el foro donde intereses y conflictos se expresan, se confrontan, en parte se deciden, según las reglas del juego democrático.

Limitada todavía en su vigencia, en su eficacia y en su alcance, aún en sus mejores formas actuales, la democracia debe transformarse, combinando las instituciones, formas y procedimientos de la democracia representativa con las de los diversos grados y formas de la democracia participativa.

Un poder judicial democrático e independiente es esencial para la preservación de los derechos, libertades y garantías, individuales y sociales que proclaman la Constitución y las leyes, y sobre todo para su vigencia real, contra la distorsión, la burla o el atropello por poderes públicos y privados. Se requieren instituciones sociales que sostengan las libertades individuales y públicas, preserven el gobierno democrático, y defiendan las capacidades de acción de ciertos agentes y limiten las de otros. Es necesaria la autonomía política del personal y los cuerpos judiciales -como de los cuerpos legislativos democráticamente elegidos-, en sus áreas de decisión, para impedir los ataques a las libertades individuales y a los propios gobiernos democráticos. En especial, los tribunales no deben estar directamente sujetos en sus decisiones adjudicativas a las intervenciones y presiones del Poder Ejecutivo y sus aparatos, ni a las de grupos de poder privado, y de las nuevas formas de delincuencia organizada. De esta manera sería posible reducir o suprimir los excesos actuales y potenciales del poder político; lograr el control de la constitucionalidad de las leyes y de su aplicación, controlar la legalidad de las políticas, decisiones y actos de otros poderes.

Todo ello debe ser, a la vez, condición indispensable, parte integrante y resultado necesario de una nueva cultura democrática. La misma implica la renuncia a la exigencia de unanimidad de la voluntad popular para la legitimidad de un gobierno democrático. Reconoce la diversidad necesaria de opiniones, informaciones, opciones, soluciones, fines y medios. Acepta la incertidumbre sobre interpretaciones, evaluaciones, decisiones y realizaciones políticas; la apertura ante aquéllas; el debate público de las grandes cuestiones en una multiplicidad de foros; la tolerancia ante partidos y gobiernos que no son los propios y ante sus políticas.

Las instituciones que controlan los abusos del poder político y de los poderes privados, sólo funcionan efectivamente si hay un compromiso ideológico de los dirigentes sociales y políticos y de los grupos de la población que se asumen no como súbditos sino como ciudadanos con estos instrumentos y mecanismos de regulación democrática. Los principales grupos sociales deben respetar y fortalecer las instituciones destinadas a prevenir el autoritarismo y el despotismo políticos, para la supervivencia y viabilidad de aquéllas. Los controles políticos y jurídicos deben tener base y fuerza sociales. El pluralismo social y político es esencial al bienestar de las instituciones políticas de tipo democrático. La pluralidad de unidades políticas y sociales autónomas puede desafiar los abusos potenciales o efectivos del poder estatal, como del poder privado, e impedir su concentración y centralización en pequeñas elites, camarillas, clanes y mafias público-privadas.

Los propósitos y los esfuerzos de afirmación, de refuerzo y desarrollo del derecho, de ejercicio y perfeccionamiento de la procuración y de la impartición de justicia, no deben limitarse a una idealidad deseable pero irreal y malograda, a un doble discurso ni a una pura forma de aplicación limitada o incierta.

Derecho y justicia pueden y deben implantarse en las conciencias y en las prácticas de los individuos, de los grupos, de las organizaciones y las instituciones. Pueden y deben revalorizarse y convertirse en necesidad y exigencia para sectores significativos de la sociedad y el sistema político. Pueden y deben ejercer influencias y producir repercusiones colectivas de considerable potencialidad.

Asumido como realidad, como toma de conciencia, como voluntad de realización, de validez y vigencia, el derecho puede convertirse cada vez más en base y eje de la vida cotidiana, privada y pública; de las actividades y proyectos, de los anhelos y realizaciones, de las personas y los grupos, de las organizaciones e instituciones de la sociedad. Debe ser instrumento flexible y efectivo para la creación y desarrollo de las estructuras y las prácticas que contribuyan a dar forma y contenido, racionalidad y orden, estabilidad y seguridad, sin perjuicio del dinamismo permanente, a las fuerzas transformadoras y a los cambios progresivos que se revelen necesarios y convenientes para los intereses y objetivos de la nación, de los grupos que la componen y de su Estado.

El Estado democrático de derecho no es cuestionado en su exis-tencia como tal, ni en sus funciones y tareas en los principales dominios de la economía, la sociedad, la cultura y la política. Por el contrario, su democratización, la redefinición de sus relaciones con la sociedad civil, confluyen en otorgarle legitimidad y consenso, capacidades incrementadas de decisión y acción, flexibilidad y eficacia mayores. La democratización de la sociedad y del Estado implica mecanismos institucionalizados para la organización, la expresión y la influencia de todos los habitantes y de los principales actores. Ello a su vez crea y promueve la disciplina democrática que se requiere para que el nuevo Estado democrático de derecho, como cristalización político-jurídica del poder del pueblo, esté en mejores condiciones de contribuir a la búsqueda y el logro del crecimiento, la mo-dernización, el desarrollo integral, y de participar en grandes espacios y bloques internacionales, así como en la economía y la política mundiales en emergencia. Todo ello puede y debe darse por libre determinación y con plena participación de mayorías y minorías, a través de la combinación de Estado y sociedad civil, de planificación y mercado, y de los sectores público, social y privado.