LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1978 COMO PACTO SOCIAL Y COMO NORMA JURÍDICA*
Eduardo GARCÍA DE ENTERRÍA**
SUMARIO: I. Introducción. II. La idea de Constitución. III. La falta de valor normativo directo de la Constitución en toda Europa. IV. Los tres factores que determinan el cambio radical del constitucionalismo tras la Segunda Guerra Mundial. V. Las bases de la Constitución como norma. VI. El sustrato lockeano de la Constitución Española de 1978. VII. Análisis de la voluntad normativa constituyente. VIII. El sistema español de justicia constitucional no sigue el modelo kelseniano de limitar al Tribunal Constitucional la aplicación normativa de la Constitución, sino el americano de la Supremacy: artículo 163 de la Constitución. IX. Las facultades aplicativas de la Constitución como norma por los tribunales ordinarios. X. El deber de interpretar todo el ordenamiento "de conformidad con la Constitución" . XI. Nota bibliográfica.
I. INTRODUCCIÓN
La Constitución de 1978 no sólo se singulariza por su extraordinaria significación política (ser la primera Constitución Española obra del pueblo español en su conjunto y no de una facción de él frente al resto, fruto, pues, del consenso y no de la imposición), sino también por su completa novedad jurídica. Como obra política, la Constitución ha cerrado el ciclo de las guerras civiles, que había durado un siglo entero, si se tiene en cuenta que —como luego veremos— las guerras civiles son el comienzo de la sabiduría política: tras padecerlas, surge sola la idea de un pacto social como pretium emptium pacis, el pacto como precio de la paz, como el convenio para que la guerra interna (que es el mal absoluto para cualquier sociedad) no se reabra nunca (Hobbes, y en 1688 Locke). Esta significación no tiene paralelo con ninguna de las Constituciones españolas anteriores.
Pero de este rasgo político esencial va a derivar derechamente en el plano jurídico que la Constitución de 1978 se singularice más todavía por otro rasgo capital respecto a todas las Constituciones precedentes, por algo que ninguna había siquiera imaginado, la de ser una norma jurídica ella misma, la de ser una norma invocable en juicio, que regula y ordena relaciones —las que se dilucidan en los procesos— y que no se limita a distribuir funciones en el seno de una macro-organización. Una norma jurídica, pues, lo cual ya es extraordinariamente significativo (hasta 1978 el mundo jurídico comenzaba en la Ley), pero no cualquier norma, sino precisamente la primera, la que prevalece sobre todas las demás, la que domina a todas, las articula, les da su sentido, dirige su interpretación, las sitúa en su lugar propio en el seno del ordenamiento: una norma normarum. Esto es algo que ni las Constituciones anteriores ni ninguno de sus exegetas había siquiera imaginado; y, sin embargo, hoy, tras veinticinco años de funcionamiento, la vemos ya como su esencia misma.
¿Cómo ha podido ocurrir un cambio de concepción tan radical? Resulta necesario, para explicarlo, recordar los orígenes de la teoría de la Constitución y toda su evolución histórica en el Occidente europeo y americano.
II. LA IDEA DE CONSTITUCIÓN
La idea de Constitución surge e intenta realizarse en las dos grandes revoluciones del siglo XVIII europeo, la americana y la francesa (las dos dividen el tiempo histórico en dos partes, en la segunda de las cuales continuamos).
En la americana, que precede a la otra en el tiempo, el origen del concepto de Constitución está perfectamente establecido. Por una parte, la idea del pacto social como acto fundador de cualquier sociedad política, que viene de Locke, el gran constituyente americano. Pero ha de recordarse que el pacto de Locke no es el de Hobbes, que pretendía sólo eliminar de forma radical la guerra de todos contra todos y que admite por ello un pactum subjectionis a un Príncipe absoluto. El pacto social de Locke es, por el contrario, un pactum libertatis, en el que los miembros del cuerpo social aportan su libertad, pero con un alcance parcial y limitado, con el fin de obtener precisamente la garantía de todo el grueso de la libertad personal que ellos se reservan, garantía que pasa a ser el objeto esencial de la comunidad política, como luego tendremos que ver más despacio.
En segundo lugar, la Constitución americana se nutre de otra segunda fuente, como ha demostrado la obra clásica de Edward S. Corwin, la de un higher law, de un derecho más alto, que viene del ius naturae medieval y que se instrumentaliza en una técnica judicial precisa de garantía, a la que luego aludiremos. Estas dos fuentes alimentan lo que será la Constitución federal de 1787, la primera Constitución moderna y que, milagrosamente, continúa vigente 215 años después —y ello, precisamente, porque continúan presentes, en ella y en el pueblo americano, esas dos razones básicas que la determinaron y configuraron—.
Pero frente a esta concepción de la Constitución como un instrumento jurídico preciso, sobre el que luego tendremos que volver, la Revolución francesa ofrece una idea de Constitución bastante diferente. Esta idea, tributaria de Rousseau y no de Locke, se expresa en un concepto sumamente simple, el de la "soberanía nacional" que se opone al de soberanía personal del rey absoluto. Los grandes debates que preceden a la primera Constitución revolucionaria, la de 1791, giran fundamentalmente alrededor de la inserción del rey en el sistema. En los Cahiers de doléances que preceden a la Revolución y que la alimentan se encuentra con frecuencia la idea de que el pueblo debe colaborar con el rey en la regeneración del Reino. En la Asamblea, Mounier defenderá esta tesis, pero terminará imponiéndose la idea de que sólo la nación, allí representada, es la verdadera soberana, como recoge el artículo 2o. de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, el texto basilar de la Revolución. Los largos debates sobre la sanción real de las leyes (que concluirá, como es sabido, con la derrota de la tesis de la libertad de esa sanción, que hubiera significado una cosoberanía efectiva, y que será sustituida por la técnica del veto meramente suspensivo); el hecho capital de la huida del rey y su familia durante el debate, y su interceptación en Varennes; la exclusión del rey, desde ese momento, de la autoridad política, hasta que se votare la Constitución, y finalmente la aceptación de ésta por el rey, tan trabajosa: todo esto hizo que el tema central del proceso constituyente fuese justamente el de la titularidad última de lo que Sieyès había llamado el pouvoir constituant.
Es verdad que el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano había formulado un concepto formal de Constitución según su contenido (división de los poderes y garantía de los derechos, sin lo cual cualquier país n´a pas de Constitution, dice), y a la vez prevé expresamente en varios de sus artículos su superioridad sobre las leyes. Pero este documento, como es sabido, no obstante su enorme valor como expresión de una nueva concepción del derecho, fundamentado en la idea de la libertad, va a quedar en un enunciado teórico subyacente, pero sin valor jurídico preciso. Su falta de valor normativo frente a las leyes, con la consecuencia de que sólo éstas son capaces de enunciar verdaderas normas jurídicas, lo proclama ya la propia Constitución de 1791, en que la Declaración quiso insertarse, Constitución que incluye expresamente un artículo (título III, capítulo V, artículo 3o.) que prohíbe a los tribunales suspender la ejecución de las leyes. La Declaración de 1789 tardará casi dos siglos en alcanzar un valor supralegal, que no lo logrará hasta 1971, ya en nuestros días, cuando el Consejo Constitucional francés la incluya en el "bloque de la constitucionalidad" de la Constitución de la V República, a través de su simple mención en el Preámbulo de la misma. Una capital decisión del Conseil Constitutionnel (Decisión Liberté d´Association, de 16 de julio de 1971) operó esta innovación decisiva, que —dentro ya de la nueva concepción del valor normativo de la Constitución que la de 1958, aunque limitadamente, había incorporado— va a dar, tras casi 200 años, valor jurídico normativo al histórico texto, que sólo desde entonces pasará a ser parámetro de validez de las leyes.
Será esa neutralización durante 200 años de la eficacia normativa de la Declaración lo que va a consolidar una idea de Constitución completamente diferente a la americana, que es la que prevaleció en Francia, y por su influjo en todo el continente europeo la que, como ya he indicado, pretende resolver sobre todo el problema de la titularidad del poder, enfrentando a la vieja soberanía del rey la nueva soberanía de la nación. La idea rousseauniana de la voluntad general, que da a la Ley el supremo valor normativo, aparece aquí como el concepto clave. El problema central de la Constitución va a ser el de quién dispone del poder de hacer la Ley, que es donde comienza propiamente, según Rousseau, el orden jurídico positivo, quién es el titular de ese poder supremo al que se transpone el viejo concepto de soberanía nacido en el corazón mismo de la monarquía absoluta y que va a conocer ahora su deslizamiento hacia un nuevo titular, la nación. La Constitución es el instrumento que opera ese deslizamiento, formando el concepto clave de soberanía nacional. Ese poder supremo se residencia en la Asamblea Legislativa, cuya regulación (origen, formación, organización, competencias, relación con los demás poderes) es el objeto esencial de la Constitución.
Esta perspectiva alcanzará su clímax, su expresión más alta, en la concepción jacobina: la Asamblea; como único representante del pueblo, reúne todos los poderes, es titular absoluto de la soberanía y desde esta titularidad puede hacer y deshacer a su placer, sin que le resulte oponible ninguna supernorma capaz de oponerse a su omnipotencia; el artículo 16 de la Declaración, que enunciaba un contenido teórico de la Constitución y su superioridad sobre el legislador, cede para centrarse en ese dogma de la soberanía. La Asamblea como representante del pueblo queda investida de todos los poderes de manera absoluta, todos los que al pueblo originario corresponden, que nada ni nadie podría condicionar.
Así como los americanos se esforzaron por construir un concepto de Constitución como figura jurídica caracterizada por su contenido (un pactum libertatis, del que han de quedar asegurados los derechos que se expresan en los Bills of Rights correspondientes, que legitima por este contenido de derechos la ruptura del vínculo de vasallaje con el rey inglés, que ha desconocido derechos esenciales de los ciudadanos), los revolucionarios franceses colocan en primer término, como tema central, el de la sustitución de la titularidad de la soberanía, del rey absoluto al pueblo, que pasará a ser, por el camino de los dogmas rousseaunianos, un poder igualmente absoluto, "soberano".
La cuestión no variará en las etapas posjacobinas. El Directorio es apenas un intermedio. El problema central de su Constitución del año III (1795), aunque va encabezada por una tabla de derechos sumamente vagos, sigue siendo el de la formación trabajosa del centro soberano (asambleas primarias, asambleas electorales, consejo de ancianos, consejo de los quinientos, limitación censitaria de la ciudadanía y del voto) y en la definición —larguísima definición: ¡377 artículos! —de la organización completa del Estado: las distintas clases de justicia —civil, criminal, correccional, tribunal de casación, Alto Tribunal de Justicia—, los entes locales, las fuerzas armadas, la instrucción pública, las finanzas y su organización, las relaciones exteriores, etcétera. Es un aparato organizativo, más que otra cosa, lo que allí se enuncia, lo cual no tiene apenas paralelo posible con la escueta y categórica Constitución americana, que se centra, certeramente, y con una admirable concisión, en los puntos jurídicos neurálgicos.
Después vienen las Constituciones napoleónicas, que retornan de hecho a una soberanía personal por debajo de disfraces convencionales, y a continuación, la Restauración, que es la que complica definitivamente las cosas. El rey restaurado trae consigo su propio bagaje histórico, la famosa soberanía, que pretende recuperar tras el despojo radical de que había sido objeto por los revolucionarios.
La Carta Constitucional de 1814, o Acta otorgada, comienza diciendo: "La divina Providencia, volviéndonos a traer a nuestros Estados tras una larga ausencia". Y explica el alcance de la Carta, "solicitada por el estado actual del Reino" ("la hemos prometido y ahora la publicamos"):
Aunque la autoridad toda entera residía en Francia en la persona del rey, nuestros predecesores no habían dudado en modificar su ejercicio según las exigencias del tiempo... Reconociendo que una Constitución libre y monárquica debe satisfacer la esperanza de la Europa ilustrada, hemos tenido que recordar que nuestro primer deber hacia nuestros pueblos era el de conservar, por su propio interés, los derechos y las prerrogativas de nuestra Corona... instruidos por la experiencia, nuestros pueblos estarán convencidos que únicamente la autoridad suprema puede por sí sola dar a las instituciones que ella misma establezca la fuerza, la permanencia y la majestad de que ella misma se reviste. Así cuando la sabiduría de los reyes se acuerda libremente con el deseo de los pueblos, una carta constitucional puede ser de larga duración.
Pretende, así, de manera explícita, "reanudar la cadena del tiempo que funestas rupturas habían interrumpido" 25 años antes.
Parte dispositiva, tras ese exordio: "Nosotros, voluntariamente y por el libre ejercicio de nuestra autoridad real, hemos acordado y acordamos HACER CONCESIÓN Y OTORGAMIENTO A NUESTROS SÚBDITOS [sujets], tanto por nosotros como por nuestros sucesores y para siempre, la carta constitucional que sigue". Los ciudadanos vuelven, pues, a ser súbditos, sometidos a un iussum superior y extraño.
Es el famoso "principio monárquico" en estado puro que impuso para toda Europa el Acta final del Congreso de Viena, artículo 47, y que fue, por cierto, el título por el cual la Santa Alianza legitimó la entrada en España de los 100, 000 "Hijos de San Luis" para restituir la soberanía del rey Fernando VII, que había sido forzado a aceptar la Constitución de Cádiz tras la Revolución de Riego de 1820. Pocos hechos más nefastos, por cierto, para nuestra historia, a la que condicionó —como había previsto lúcidamente Sthendal en una crónica a una revista inglesa— durante un siglo entero.
La Carta Constitucional de 1830 (la rama orleanista, Luis Felipe, que entra tras la Revolución de julio) retoca en algún punto la de 1814, según la enmienda elevada por las dos cámaras y por el rey aceptada, y se nutre del famoso liberalismo doctrinario que magistralmente estudió entre nosotros Luis Dí ez del Corral, liberalismo cuya base esencial era enfatizar la autonomía de la sociedad civil, desde la cual resultaban dos hechos constitucionales de primera significación: la Constitución se concebía como un pacto entre el rey y esa sociedad (es la interpretación que prevalece de la Carta de 1830), no como una imposición autoritaria del primero, y la autonomía de la sociedad debía encontrar su garantía en un sistema eficaz de libertades.
Es esta concepción dualista la que se plasmará entre nosotros en las Constituciones de 1845 y 1876, la moderada y la canovista, especialmente la última. Constituciones organizadas sobre el único principio democrático, fueron en España la de Cádiz de 1812, la de 1837 y la de 1869, así como las de las dos repúblicas (1873 y 1931), pero cada una y todas ellas juntas tuvieron menos eficacia real que las dualistas. En ninguno de los casos, de cualquier manera, estas Constituciones fueron la expresión de un verdadero pacto social de todo el pueblo, sino la imposición de una facción política sobre el conjunto, y esto es lo esencial.
De este modo nuestro constitucionalismo estuvo hasta 1931 dominado por el tema de la titularidad del poder. Por lo demás, hay que decir que así ocurría también en el propio modelo francés hasta el triunfo final del principio democrático puro, que François Furet (en su magistral libro La Révolution, 1770-1880) no ve consolidado hasta dos años después de las Leyes Constitucionales de 1875 de la Tercera República (concretamente, señala Furet con precisión, tras las elecciones generales de 1876-77, que suponen el fin definitivo de los partidos monárquicos y clericales; recordemos que la famosa enmienda Wallon, que propone que el jefe del Estado sea un presidente de la República y no el rey orleanista, se decide el 30 de enero de 1875 por un solo voto de diferencia). El resultado de las primeras elecciones republicanas de 1876 es: 340 diputados republicanos frente a 155 conservadores; cuatro millones de votos frente a tres; en 1877 aún se afianza esa mayoría; Furet dice que es sólo entonces cuando "la Revolution française entre au port", casi un siglo después de su irrupción fulgurante. El tema básico, incluso tras ese triunfo del principio democrático, siguió siendo el de la soberanía en el sentido de la titularidad del poder y, en particular, si existe algún principio transcendente a la voluntad del pueblo que fuese capaz de limitar dicha voluntad.
Ello hará que la Constitución sea vista como el instrumento que articula esos complicados equilibrios orgánicos. No existe en su teoría y en su práctica ninguna preocupación por definirla como una norma jurídica que presida y ordene, a través del orden jurídico del que formaría parte como norma preferente, la vida social. Las únicas normas jurídicas relevantes son las leyes. A ellas corresponde, por tanto, definir o limitar o negar derechos fundamentales y libertades, y articular los principios organizativos generales que se enuncian en la Constitución. El debate político sobre estas cuestiones es un debate puramente parlamentario, que no afecta a la Constitución como tal. Las fuerzas antidemocráticas, aunque minoritarias desde la fecha mencionada, subsistieron activas, por lo demás, justificando así el énfasis de la Constitución desde el principio de la soberanía hasta la Segunda Guerra Mundial, pasando dichas fuerzas a primer plano incluso con ocasión de la ocupación alemana, en el régimen de Vichy.
Recordemos que en Alemania y el Imperio Austro-Húngaro el dualismo (principio monárquico-principio democrático, cada uno con su campo delimitado y con neto predominio del primero, titular del Ejército y de la burocracia, del poder reglamentario y de la libre sanción de las leyes) subsiste hasta el fin de la Primera Guerra europea. Sólo en las Constituciones de Weimar de 1919 y en la austríaca kelseniana de 1920 se impondrá, como único, el principio democrático, pero subsisten vivas aún las fuerzas políticas de la derecha antidemocrática, que finalmente concluirán prevaleciendo, incluso (caso de Hitler) a través de las urnas. No digamos en Italia, donde el fascismo se instala en 1923, o en Rusia, con el comunismo implantado desde 1917.
Con esto apunto a una reflexión importante. La pugna por el principio democrático que se hace patente en España con ocasión de la Constitución de 1931 no es un rasgo español característico de nuestro hipotético retrogradismo político, sino un horizonte común en todo el continente europeo en una época de profunda crisis social, económica y política. Esa ruptura es lo que impone en todas partes, y no sólo en España, que la Constitución se concentre en el tema de la titularidad de la soberanía y de la organización de los poderes, cuestiones ambas profundamente discutidas y que por ello excluían que en Europa se implantase el concepto estadounidense de Constitución con base en Locke, de donde únicamente dimana su condición normativa.
La Constitución no es, pues, en ningún lugar de Europa antes de la última Guerra Mundial, una norma invocable ante los tribunales. Sólo la recepción del artefacto que es la justicia constitucional en la primera postguerra, pero según la fórmula kelseniana de un Tribunal Constitucional concentrado y no del sistema de jurisdicción difusa americano, permitirá hablar, por vez primera, de la Constitución como norma, en cuanto que se erige en canon de validez de las leyes. El constitucionalismo de entreguerras camina penosamente por esta vía, que sólo en Austria consigue funcionar (y en un plazo muy corto: menos de 10 años, pudiendo señalarse como fecha clave la de 1929, cuando el propio Kelsen fue expulsado, contra Ley, del Tribunal Constitucional como consecuencia de una sentencia de la que había sido ponente); en Alemania, con el predominio de los periodos de excepción, constitucionalizados en el famoso artículo 48 de la Constitución de Weimar, y la virtual limitación de la justicia constitucional a los problemas orgánicos, ocurrirá lo mismo. No digamos en la España de la Constitución de 1931, no obstante la recepción que en ella intentó hacerse del sistema austriaco-kelseniano, que en todo caso ignora el principio de supremacía normativa propia del constitucionalismo americano, de modo que la Constitución no vincula a los jueces ordinarios, sino sólo al Tribunal Constitucional en su función de "legislador negativo". El Tribunal de Garantías Constitucionales no llegó a alcanzar un peso propio, sin embargo, sepultado por la gravedad y radicalidad del debate político.
III. LA FALTA DE VALOR NORMATIVO DIRECTO DE LA CONSTITUCIÓN EN TODA EUROPA
Esta falta de condición normativa de la Constitución fue refrendada por toda la práctica judicial europea, que no admitió nunca que fuese invocada como norma de decisión de litigios y menos aún como paradigma de validez de las leyes, y acantonó así su significado al plano en que la situó originalmente la post Revolución francesa: titularidad de la soberanía y organización de los poderes; no se conocen más normas que las leyes y los reglamentos, plano donde comienza el orden normativo, y a ello contribuye, sin duda, el hecho, ya asentado, de la codificación, que encierra las grandes regulaciones sistemáticas, que son las básicas para el funcionamiento de la sociedad civil, en meras leyes ordinarias, sin que pretendan ser desarrollo de ningún principio constitucional.
En España, el Tribunal Supremo fue completamente explícito: la eventual infracción de la Constitución no era invocable como "motivo de casación" de las sentencias inferiores, de modo que estas sentencias eran perfectamente válidas si desconocían o infringían abiertamente cualquier contenido constitucional; la Constitución era una mera "norma programática", fue la fórmula final a que llegó el Tribunal Supremo, lo que quiere decir que es un mero enunciado ideal que sólo a través de las leyes que acogiesen dicho programa (con total libertad de hacerlo o no y en qué medida) gana virtud normativa vinculante propiamente dicha. Es de notar que esta doctrina jurisprudencial se mantiene durante más de un siglo, extendiéndose a las llamadas "leyes fundamentales" del franquismo (el caso más notable de esta falta de virtud normativa fue el famoso "fuero de los españoles", maquillaje puramente retórico que se adoptó tras la Segunda Guerra Mundial y que careció por sí mismo de cualquier valor normativo propio, como es bien conocido).
IV. LOS TRES FACTORES QUE DETERMINAN EL CAMBIO RADICAL DEL CONSTITUCIONALISMO TRAS LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
En Europa, esta segunda postguerra vio aparecer, liquidado definitivamente el tema de la titularidad de la soberanía, por el triunfo, ya indiscutido, del principio democrático como principio único de organización del poder, el concepto americano de Constitución como pacto social básico que todo el pueblo (sin ninguna otra instancia colaboradora) se da a sí mismo, y que, por ello, viene a erigirse en norma suprema de todo el ordenamiento que rige a ese pueblo. El pacto social básico, que intenta ordenar y hacer posible la vida social, tiene por razón de ese mismo objetivo una "enérgica pretensión de vigencia", para utilizar la plástica expresión de Otto Bachof, pretensión que le lleva por fuerza a convertirse en la norma jurídica básica de la sociedad que intenta configurar y articular.
Tres factores contribuyen a esta capital transformación. Primero, la definitiva desaparición, con el estigma de los totalismos derrotados, de cualquier alternativa al principio democrático puro, que pasa a ser ahora el único e indiscutido principio de la organización política, aceptado por todos, y soporte, así, de esa concepción basilar de la Constitución. Segundo, la consagración definitiva del sistema de justicia constitucional, que, con base en el sistema americano, toma de la reelaboración kelseniana únicamente la concentración de esa jurisdicción llamada a controlar la conformidad de las leyes con la Constitución en un solo Tribunal Constitucional, con jurisdicción exclusiva. Pero el constitucionalismo de esta segunda postguerra no acepta, fuera de ese dispositivo orgánico de un solo Tribunal Constitucional, la idea kelseniana de concebir la jurisdicción constitucional como un "legislador negativo" que lleva la exclusividad del Tribunal Constitucional a que sea, él solo, el único que es capaz de aplicar la Constitución mediante sentencias constitutivas con efectos ex nunc y no declarativas de una supuesta nulidad originaria, como resulta del sistema americano de la "supremacía" normativa. Será esta última la concepción que se acoja ahora, concepción que inserta el valor normativo de la Constitución en todo el ordenamiento y obliga, por lo tanto, a su interpretación y aplicación por todos los tribunales ordinarios. El modelo se plasma en la Constitución italiana de 1947 y en la Ley Fundamental de Bonn de 1949 (en Francia, y no plenamente, en 1958).
El tercer factor, que es sin duda el que lleva a esa capital evolución, está muy claro: se trata de defender a ultranza el sistema democrático mismo y de proteger el sistema de derechos fundamentales y de valores sustantivos en que se apoya, creando un sistema de especial protección de los mismos frente a las mayorías electorales eventuales y cambiantes, protección que cree asegurarse con un sistema de justicia constitucional capaz de hacer valer ese núcleo esencial frente a las leyes ordinarias, fruto de posibles mayorías ocasionales. La versatilidad de esas mayorías, en la que se basó en algunos países el abandono de esos "valores superiores" y el establecimiento de regímenes autoritarios o totalitarios, era una experiencia reciente y trágica, frente a cuya eventual reproducción había necesariamente que arbitrar defensas reforzadas. Las cuales sólo en la normatividad superior de la Constitución podían encontrar un resguardo eficaz.
V. LAS BASES DE LA CONSTITUCIÓN COMO NORMA
La idea de la Constitución como norma se enraí za en dos conceptos claves incorporados dos siglos antes, como ya quedó apuntado, por el constitucionalismo americano, cuya originalidad es completa respecto del europeo. Esas dos ideas son, como ya hemos notado más atrás: la del pacto social, en la interpretación de Locke, por una parte; por otra, la del higher law o derecho más alto, tributario del iusnaturalismo y de su recepción por el common law británico en el siglo XVII, que, sin embargo, en Inglaterra desaparecerá en el siglo XVIII por la implantación de la parliamentary sovereignity, que ha perdurado hasta ahora. Volvamos un momento sobre estos fundamentos.
La idea del pacto social, que tiene precedentes anteriores, alcanza en Locke su formulación técnica, podemos decir. De ser una mera hipótesis teórica, el pacto social va a pasar a ser en este autor un instrumento concreto de institucionalización del poder. Partiendo de la libertad inicial de los hombres, que supone que "nadie ha de pedir autorización a ningún otro hombre ni depender de su voluntad", la sociedad política no puede construirse más que por el mutuo consentimiento.
Dice en el capítulo VIII del Second Treatise:
Siendo los hombres por naturaleza todos libres, iguales e independientes, ninguno puede ser extraído de esa situación y sujeto al poder de otro sin su propio consentimiento, que es otorgado por el pacto con otros hombres para juntarse y unirse en comunidad con el fin de vivir cómodamente, con seguridad y con paz unos entre otros, en un disfrute asegurado de sus propiedades y en la mayor seguridad contra cualquier otro que no haya entrado en el grupo.
Pero, a diferencia de la construcción de Hobbes, este pacto social no implica una total alienación que habilitaría un poder absoluto. La novedad de Locke es haber concretado que el fin del pacto social es, precisamente, "la mutua preservación de las vidas, libertades y propiedades de quienes lo conciertan". Esta finalidad esencial se consigue edificando un poder que ha de gobernar mediante un derecho que tenga precisamente ese objetivo, para lo cual debe ser fruto del consentimiento renovado de todos. El pacto no destruye, sino que mantiene la libertad, por el instrumento de someterse a un derecho que ha de ser obra sucesiva del consentimiento común, pues ningún gobierno tiene poder para hacer leyes sobre una sociedad si no es por el consentimiento de ésta. Así aparece la idea de edificar a partir de los derechos naturales de cada individuo un sistema político colectivo, capaz de preservar la parte sustancial de esos derechos y en especial la libertad y la propiedad. Todos los poderes que se ejercen en la sociedad serán por ello fiduciary powers, poderes fiduciarios, ejercidos en interés del pueblo y revocables si con ellos se ejercitasen actos "contrarios al trust o confianza sobre el que reposan".
La libertad individual no es así sólo el origen de la sociedad, sino, a la vez, su finalidad última, su estatuto esencial. La libertad deja de ser una franquicia frente al poder, una reducción o un límite a ese poder, ineludible y fatal y siempre ajeno, pasa a ser precisamente el objeto mismo del poder político, que ha comenzado por surgir de ella; pasa a ser el mismo canon de la vida colectiva, porque la sociedad que el poder está llamado a sostener ha de ser una sociedad compuesta precisamente de hombres libres, con capacidad para actuar a su albedrío, en el gobierno de sí mismos y de sus bienes, en la elección de su futuro, en la negociación y formación de sus pactos.
Estas ideas son las que se expresan, con precedentes en los covenants o pactos de institución inicial de las colonias americanas, en las Constituciones de los primeros Estados americanos, que se forman sobre esas colonias al romper el vínculo de vasallaje con el rey inglés y que contendrán, por ello mismo, los primeros Bills of Rights o declaraciones de derechos de la historia (a partir de 1776: Virginia, Pensilvania, Delaware, Maryland, Carolina del Norte, etcétera).
La Constitución es, pues, un instrumento para garantizar la libertad (liberándola de dependencias alienantes) y fundar para ello un orden jurídico nuevo, fundado en la libertad, que pasa a ser su objeto propio.
Pero esta concepción se entroncará jurídicamente con la idea whig del common law como un fundamental law, magistralmente estudiada por Gouch, y que se expresará en sentencias famosas del juez Coke, como el Bonham´s case de 1610, que establece el control del common law, en su función de razón y de derecho fundamental, sobre las leyes o estatutos parlamentarios más o menos ocasionales. Esta concepción pasa entera a los juristas americanos que nutren la rebelión (James Otis, en 1761, Sharp en 1774; éste dice ya que la negación de los derechos naturales de los colonos, especialmente el de consentir el impuesto y el del juicio por los pares y no por oficiales de la Corona, es literalmente —lo dice Sharp— una "inconstitutional Act of Parliament"), teniendo en cuenta que la Constitución "is grounded on the eternal and inmutable law of nature". La Declaración de Independencia (4 de julio de 1776) repite literalmente estos conceptos. Los colonos encuentran en Locke y en Coke sus mentores jurídicos directos. Estos conceptos, la supremacía de la Constitución sobre todas las leyes como un higher law, y la posibilidad de que desde esa supremacía se puedan declarar inconstitucionales las leyes que la contraríen, pasarán a ser los quicios de las Constituciones de los estados y después de la Constitución federal o de la Unión de 1787, que continúa en vigor.
El artículo VI, sección 2a. de esta Constitución de la Unión, se proclama a sí misma como "the supreme law of the land", el derecho supremo de la tierra, concepto que no se oirá en Europa hasta dos siglos después, derecho que vincula a los jueces "no obstante cualquier disposición contraria de las Constituciones o de las leyes" de los estados miembros (la supremacía sobre las leyes federales mediante la judicial review será la prolongación lógica que realiza el juez Marshall como Chief Justice del Tribunal Supremo en 1803, sentencia Marbury vs. Madison, acaso la más famosa sentencia de la historia).
VI. EL SUSTRATO LOCKEANO DE LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1978
El sustrato que convencionalmente podemos llamar lockeano de la Constitución Española de 1978 arranca de una circunstancia concreta que ya hemos apuntado: la decisión tácita, pero firme, del pueblo español en su totalidad de no querer reabrir, en modo alguno, la trágica guerra civil de 1936-39. Observemos que la guerra civil suele ser el comienzo de la sabiduría política: los ingleses, tan liberales y tolerantes desde la Gran Revolución de 1688, que aprobó el Bill of Rights básico de su libertad, desde entonces nunca interrumpido, habían estado ciento cincuenta años matándose por motivos religiosos y políticos. Locke mismo y sus ideas son producto de ese pacto final de paz y libertad que cerrará la guerra civil interminable; es sabido que tuvo que vivir siete años en Holanda en el exilio por la guerra civil, exilio del que volverá con el nuevo rey Guillermo de Orange, el que instituye precisamente la Revolución de 1688; Locke pasa a ser así el intérprete oficial de esa Revolución, la primera llamada así en la historia. Su Second Treatise of Government es la interpretación final de la Revolución. En su "Prefacio", Locke declara que espera que su libro contribuya:
A establecer el trono de nuestro gran restaurador, nuestro presente rey Guillermo; para hacer bueno su título en el consentimiento del pueblo... y justificar ante el mundo el pueblo de Inglaterra, cuyo amor de sus justos y naturales derechos, con su resolución de preservarlos, salvó la nación cuando estuvo verdaderamente al borde de la esclavitud y de la ruina.
El mismo efecto liberalizador se encuentra en el Edicto de Nantes, que acaba de cumplir tres siglos, y que concluyó en Francia con otro siglo y medio de guerras religiosas, y que dejó libre el periodo abierto de la Ilustración, que dominará el siglo siguiente. Último caso, en fin, y absolutamente notorio: siglo y medio de guerras internas europeas, desde Napoleón hasta Hitler, nos han servido, finalmente, para establecer y afianzar un sistema efectivo transnacional europeo, sistema que comienza con la Convención Europea para la Protección de los Derechos Humanos de 1950, en relación con los derechos fundamentales y con el Tribunal Europeo en la materia, erigido para garantizarlos frente a los Estados, y que se consolida con el sistema comunitario, hoy Unión Europea, configurado expresamente desde su mismo origen (Declaración Schuman de 9 de mayo de 1950, sobre la cual se redacta el Tratado de París, que funda la primera de las Comunidades Europeas, la CECA, en 1951) como un instrumento para evitar la repetición de esas guerras internas.
La Declaración Schuman, de 9 de mayo de 1950, debida en su mayor parte a la pluma de Jean Monet, fue explícita:
Para que la paz pueda verdaderamente tener una oportunidad, es preciso, primeramente, que haya una Europa... Europa no se construyó y tuvimos la guerra... La solidaridad de producción [en el carbón y en el acero] que será establecida pondrá de manifiesto que cualquier guerra entre Francia y Alemania no sólo resulte impensable, sino materialmente imposible... De este modo se llevará a cabo la fusión de intereses indispensable para la creación de una comunidad económica, y se introducirá el fermento de una comunidad más profunda entre países que durante tanto tiempo se han enfrentado en divisiones sangrientas... Esta propuesta sentará las bases concretas de una Federación europea indispensable para la preservación de la paz.
Poco tiempo después, el 4 de noviembre de 1950, cuando el Consejo de Europa aprueba el básico Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales, se insiste en la misma idea de que "uno de los medios para alcanzar [una unión más estrecha entre los miembros del Consejo de Europa] es la protección y el desarrollo de los derechos humanos y de las libertades fundamentales... que constituyen las bases mismas de la justicia y de la paz".
Y ese fue, finalmente, nuestro propio caso. Al desaparecer el régimen franquista, el panorama de una reapertura del conflicto interminable no sedujo, felizmente, a nadie y todos se mostraron dispuestos a ceder en sus posiciones de base para buscar, entre todos también, un consenso esencial. Así se abrió entre nosotros, finalmente, un verdadero pacto social lockeano, nunca dado hasta ahora en la época contemporánea, pacto del que todos fuimos protagonistas y que desembocó en el milagro de la Constitución de 1978. Como todos saben, ésta fue elaborada desde la base por la totalidad de las fuerzas políticas y no por un proyecto del Gobierno (recordemos que la sesión constitutiva de las Cortes Constituyentes de 1977 fue abierta por una Mesa de Edad presidida por la Pasionaria, y que de las cámaras constituyentes formaban parte, además de otros exiliados ilustres, varios exministros de Franco, aparte de las generaciones postbélicas, todas las cuales tenían, sin embargo, experiencia familiar inmediata del atroz enfrentamiento civil), fue votada por la virtual totalidad de los diputados y senadores, entre los cuales se encontraban los supervivientes de los dos bandos en la guerra civil, y, finalmente, refrendada por más del 87% de los votantes en referéndum universal. El Poder Constituyente del pueblo entero dejó de ser en esta ocasión una hipótesis teórica y se hizo visible y manifiesto, así, de una manera plástica, como pocas veces en cualquier país (ninguna, por supuesto, en el nuestro).
Este origen y este contenido de la Constitución, con una cuidadosa y completa tabla de derechos fundamentales, configurados para ser inmediatamente operativos, contenido insólito en toda nuestra historia constitucional, hizo perfectamente natural que la propia Constitución se configurase y se definiese ella misma como una norma jurídica. Se trataba de asegurar que el consenso básico en la ordenación de la sociedad, logrado alrededor del status básico de la libertad y de los derechos fundamentales, y alrededor de unos cuantos principios de la política social y económica, y de una determinada descentralización territorial sustancial, pudiera mantenerse de forma estable, por encima de los cambios políticos de las mayorías parlamentarias, titulares del Poder Legislativo. Había, pues, que vincular a ese pacto social al mismo Poder Legislativo, así como a los jueces que aplican sus productos. Y esta vinculación sólo podría lograrse si la Constitución llegase a formalizarse como norma superior a las leyes y como norma que obliga con "una vinculación más fuerte" (higher, superior obligation, en la práctica judicial americana; stärkere Bindung, en la alemana) a los jueces llamados a aplicar las demás normas en todo tipo de procesos.
Todo esto obligaba a configurar a la Constitución, por vez primera en nuestra historia, como una norma jurídica estrictamente tal y precisamente como la más alta y la más fuerte de las normas jurídicas, como la norma "suprema", según la concepción americana de la supreme law of the land. Así fue hecho.
VII. ANÁLISIS DE LA VOLUNTAD NORMATIVA CONSTITUYENTE
El Preámbulo, que expresa la decisión constituyente básica, proclama ya que la Constitución desea "establecer la justicia, la libertad y la seguridad y el bien de cuantos integran" la nación española, objetivos que, sólo si ella misma funciona efectivamente como una norma, pueden lograrse. "Consolidar un Estado de derecho", otra construcción jurídica inequívoca. "Proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones", cometido igualmente de una cuidadosa construcción jurídica. "Establecer una sociedad democrática avanzada", lo que también remite a una operación jurídica inequívoca de fundación y desarrollo.
Ya en su articulado, encontramos:
a) Su artículo 1o. afirma que "España se constituye en un Estado social y democrático de derecho"; se constituye, pues, por obra misma de la Constitución; además precisa cuáles son los "valores superiores del ordenamiento jurídico: la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político". En ese "ordenamiento jurídico", concepto que transciende al de las simples leyes, la Constitución se incluye ella misma, como resulta además de forma inequívoca del artículo 9.1 ("la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico") y jerarquiza en su seno, según un criterio estimativo material que remite necesariamente al proceso de aplicación del derecho, los valores que en su seno se encuentran.
b) En el artículo 2o., la Constitución dice que "reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran"; reconocer y garantizar un derecho es lo propio de una norma jurídica.
c) La Constitución define directamente y configura técnicamente los derechos fundamentales: desde el artículo 3.1 (derecho a usar el castellano), 6o. (derecho a crear partidos políticos), 7o. (derecho a sindicarse los trabajadores y a asociarse los empresarios), hasta todo el básico título I, "De los derechos y deberes fundamentales", cuya reforma el artículo 168 equipara a la "revisión total" de la Constitución, a efectos de las formalidades exigidas, hasta tal punto que se considera la parte sustancial de la Constitución (volveremos sobre este título I).
d) El artículo 9o. es quizás el más significativo desde un punto de vista literal. En su apartado 1 dispone que "los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico". Como ya notamos, ella misma se integra en el ordenamiento jurídico, sin equívoco posible, pero a la vez afirma, sin la menor vacilación, su efecto vinculante directo, con la vinculación propia de las normas jurídicas, sobre los ciudadanos, directamente, sin necesidad de la intermediación de las normas jurídicas tradicionales, ley y reglamento. Aserto decisivo. Nada queda de la idea de ser una simple "norma programática"; es una norma efectiva, que vincula por sí misma, directamente, a los ciudadanos y a los poderes públicos, entre los cuales al Poder Legislativo y al Judicial, a éste en toda su actuación, en todo el proceso de aplicación del derecho. Pero luego los apartados 2 y 3 del mismo artículo 9o. subrayan más el valor singular de ese valor normativo.
e) El apartado 2 encomienda a los poderes públicos promover la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos para hacerlas efectivas y reales, remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación. Recordemos que entre esos "poderes públicos" están, indiscutiblemente, los jueces y tribunales (artículo 117), a los que de este modo la Constitución imparte instrucciones y criterios directos en el ejercicio de su función. El apartado 3 "garantiza", con la fuerza normativa que le es propia, una serie de principios: el de legalidad, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas, la irretroactividad de las normas sancionadoras o restrictivas, la seguridad jurídica, la responsabilidad de los poderes públicos y la interdicción de la arbitrariedad. Estos principios quedan no sólo positivados, sino constitucionalizados, con los efectos que luego veremos.
f) No me entretendré, naturalmente, en un análisis pormenorizado del título I, en el que se diseñan cuidadosamente cada uno de los derechos fundamentales que se reconocen, con su contenido positivo, su significado institucional y sus posibles límites, con una regulación que por sí misma resulta plenamente eficaz, sin necesidad de leyes reguladoras, aunque éstas se prevean en algunas ocasiones para precisar alguna particularidad de su régimen (artículos 11, 13, 17, 18.4, 19, 20, 23.2, 24.2, 25, 27, 28, 29; igual en cuanto a los deberes fundamentales: 30, 31, 32, 33, 34, 35.2, 36, 37). El Tribunal Constitucional ha confirmado estos asertos: "La especial fuerza vinculante directa de los derechos fundamentales no está supeditada a intermediación legal alguna, según resulta del artículo 53.1 de la Constitución" (sentencias de 14 de octubre de 1988 y 13 de mayo de 1992); "no puede pesar sobre los ciudadanos un resultado gravoso para sus derechos fundamentales que se origina en la falta de diligencia debida por los poderes públicos en garantía de su plena efectividad" (Sentencia de 3 de junio de 1986). El caso más relevante ha sido el de una omisión total del legislador para actuar la "reserva de configuración legal" prevista en la propia Constitución (sentencias de 20 de julio de 1993, y, especialmente, las de 31 de enero, 16 de febrero y 11 de abril de 1994, sobre televisiones locales por cable, olvidadas por el legislador).
Dejando aparte ahora "los principios rectores de la política social y económica", capítulo III del título I, pasamos al esencial artículo 53, según el cual: "Los derechos y libertades reconocidos en el capítulo segundo del presente título vinculan a todos los poderes públicos".
Vinculación directa e inmediata, pues, sin intermediación legislativa alguna, y a los jueces, en primer término, inequívoco "poder público". Así lo recoge, por cierto, para evitar cualquier ambigüedad, el artículo 7o. de la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985:
Los derechos y libertades reconocidos en el capítulo II, título I de la Constitución vinculan, en su integridad, a todos los jueces y tribunales y están garantizados bajo la tutela efectiva de los mismos. En especial, los derechos enunciados en el artículo 53.2 de la Constitución se reconocerán, en todo caso, de conformidad con su contenido constitucionalmente declarado, sin que las resoluciones judiciales puedan restringir, menoscabar o inaplicar dicho contenido.
Pero la Constitución no sólo se afirma a sí misma como norma jurídica, no sólo dispone de manera inequívoca su eficacia directa, sin necesidad de ninguna intermediación, sino que hace algunas cosas esenciales más:
a) Dispone ella misma cómo ha de interpretarse (por todos los aplicadores del derecho) en cuanto tal norma, artículo 10.2.
b) Imparte órdenes directas para la interpretación que de su contenido, de aspecto aparentemente menos normativo, haga "la práctica judicial": artículos 9o. y 53.2.
c) Enuncia limitaciones directas a la actividad legislativa: artículo 53.2 (la "Ley deberá respetar su contenido esencial", de los derechos que la propia Constitución enuncia), y otros muchos artículos.
La culminación del carácter normativo de la Constitución (podríamos seguir con un análisis más detenido y casuístico en el mismo sentido anterior) en su carácter de norma de las normas, aparece finalmente, en todo su esplendor, a través del sistema de justicia constitucional, título IX. El artículo 161 precisa que, entre otras competencias, el Tribunal Constitucional conocerá "del recurso de inconstitucionalidad contra leyes y disposiciones normativas con fuerza de ley"; las leyes no son, pues, las normas superiores y el vicio de inconstitucionalidad las invalida. A su vez, el artículo 163 dispone que "cuando un órgano judicial considere en algún proceso que una norma con rango de ley, aplicable al caso, de cuya validez dependa el fallo, pueda ser contraria a la Constitución, planteará la cuestión ante el Tribunal Constitucional". La conformidad con la Constitución condiciona, pues, la validez de la ley.
De este modo la Constitución funciona de manera expresa como canon de validez de las leyes, como norma superior a éstas, capaz de anularlas si contradicen sus reglas o principios, y, por supuesto, es completamente inmune a ellas, como resulta del establecimiento de un sistema reforzado para su revisión (título X), que no pueden cumplir las leyes mismas. El sistema de justicia constitucional está, justamente, ordenado para hacer valer esa superioridad normativa de la Constitución, algo, con la excepción parcial y poco efectiva del régimen constitucional de 1931, completamente inédito en nuestro constitucionalismo.
Si, como antes notamos, la Constitución de 1978 es, por su concepción básica y por su significado político, una novedad absoluta en nuestra historia constitucional, la misma novedad cabe atribuir a su caracterización jurídica, que responde a la naturaleza de una verdadera norma preceptiva. Una norma jurídica que opera como tal, inequívocamente, y cuyos preceptos "son alegables ante los tribunales" (Sentencia del Tribunal Constitucional de 28 de abril de 1982). Así lo ha precisado la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985, artículo 5o., para evitar cualquier duda —dada nuestra tradición contraria—: "La Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico y vincula a todos los jueces y tribunales".
Ante todos los jueces y tribunales, pues, y no únicamente ante el Tribunal Constitucional, puede, y debe, ser invocado el carácter de la Constitución como efectiva norma jurídica.
Es la concepción americana de la "supremacía" de la Constitución sobre todas y cualquier norma del ordenamiento la que, finalmente, ha adoptado el Constituyente español de 1978, y la que domina por ello la totalidad del sistema jurídico, al que viene a dar con ello, justamente, su unidad.
VIII. EL SISTEMA ESPAÑOL DE JUSTICIA CONSTITUCIONAL NO SIGUE EL MODELO KELSENIANO DE LIMITAR AL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL LA APLICACIÓN NORMATIVA DE LA CONSTITUCIÓN, SINO EL AMERICANO DE LA SUPREMACY: ARTÍCULO 163 DE LA CONSTITUCIÓN
Resulta claro, pues, que la Constitución Española, como ya notamos, no ha seguido el modelo kelseniano de justicia constitucional (o el francés, coincidente en este extremo con el austriaco), modelo que, en principio, limita al Tribunal Constitucional a hacer valer el carácter normativo de la Constitución. Por el contrario, ha sido, como ya notamos, el modelo americano de la supremacía, recogido también en el alemán de la Grundgesetz, el que ha sido tenido en cuenta por el Constituyente y el que, finalmente, se ha impuesto. El monopolio jurisdiccional del Tribunal Constitucional es sólo de rechazo o de expulsión de las leyes que contradigan la Constitución, pero no de cualquier aplicación de ésta. Del texto del artículo 163 de la Constitución resulta claramente que todos los tribunales deben aplicar e interpretar la Constitución. Según este precepto, "cuando un órgano judicial considere, en algún proceso, que una norma con rango de ley aplicable al caso, de cuya validez dependa el fallo, puede ser contraria a la Constitución, planteará la cuestión ante el Tribunal Constitucional". No puede, pues, el órgano judicial declarar por sí mismo a una ley contraria a la Constitución, declaración que pertenece en exclusiva al Tribunal Constitucional, pero sí es suya la competencia de "considerar" que esa contradicción puede producirse y, paralelamente, la de resolver esa duda por la negativa, esto es, en favor de la constitucionalidad abstractamente planteable.
IX. LAS FACULTADES APLICATIVAS DE LA CONSTITUCIÓN COMO NORMA POR LOS TRIBUNALES ORDINARIOS
En concreto, podrían esquematizarse del siguiente modo más particularizado las facultades aplicativas de la Constitución por parte de los jueces y tribunales ordinarios:
1. Les corresponde la facultad de enjuiciamiento previo de constitucionalidad de las leyes, enjuiciamiento que ha de preceder a cualquier aplicación de éstas.
2. Suya es también la facultad de resolver ese enjuiciamiento previo en sentido positivo, esto es, hacer el juicio positivo de constitucionalidad de la ley, que condiciona propiamente la aplicación de ésta como norma de decisión del proceso.
3. Les pertenece también el juicio de "posibilidad" de inconstitucionalidad de la ley ("considere... que... puede ser contraria a la Constitución", dice el artículo 163), supuesto en el cual tendrán la obligación de plantear cuestión prejudicial de inconstitucionalidad al Tribunal Constitucional. Convendrá notar que esa "posibilidad" ha de referirse a una duda objetiva, objetivamente justificable, y no a una mera convicción subjetiva o, menos aún, sospecha o curiosidad del juez.
4. Pero quedan fuera de esa obligación de remitir la cuestión al Tribunal Constitucional la eventual inconstitucionalidad de reglamentos, que los jueces y tribunales ordinarios deben decidir por sí mismos inaplicando el reglamento en contradicción con la Constitución (artículo 6o. de la Ley Orgánica del Poder Judicial: "Los jueces y tribunales no aplicarán los reglamentos contrarios a la Constitución").
5. La misma solución respecto de los actos jurídicos, privados o públicos (y aquí, especialmente, por la jurisdicción contencioso-administrativa), cuya inconstitucionalidad arrastrará su ineficacia; este vicio de invalidez está incluido, evidentemente, en la fórmula en la que el artículo 70.2 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa utiliza para determinar la estimación de los recursos contencioso-administrativos: "cuando la disposición, la actuación o el acto recurrido incurrieren en cualquier infracción del ordenamiento jurídico", al ser inequívoco, como ya nos consta, que la Constitución no sólo es parte de ese ordenamiento, sino que es justamente su cabeza y fundamento último.
6. Finalmente, los jueces y tribunales estarán obligados a interpretar, conforme a la Constitución, todas las normas del ordenamiento en el momento de la aplicación de cualquiera de ellas, cuestión a la que nos referiremos más despacio seguidamente.
7. A este régimen general convendrá añadir una competencia transitoria de jueces y tribunales, la de declarar la derogación o "inconstitucionalidad sobrevenida" de las leyes en vigor en el momento de la entrada en vigor de la Constitución, por efecto de la disposición transitoria 3a. de esta, que declaró "derogadas cuantas disposiciones se opongan a lo establecido en esta Constitución" (otro pronunciamiento normativo inequívoco, el de la derogación normativa, por cierto). El Tribunal Constitucional, a la vista de las soluciones que para el mismo supuesto habían decidido los tribunales constitucionales alemán (declarar que la derogación corresponde en exclusiva a los tribunales ordinarios) e italiano (no pueden declararla los tribunales ordinarios, sino que éstos han de elevar cuestión de inconstitucionalidad al Tribunal Constitucional), ha construido una tesis original: la derogación pueden declararla por sí mismos los tribunales ordinarios, pero cabe también que eleven cuestión de inconstitucionalidad al Tribunal Constitucional (sentencias constitucionales de 2 de febrero y 8 de abril de 1981 y de 3 de julio de 1997); cuando se intenten efectos erga omnes en la derogación deberá seguirse precisamente la última vía.
X. EL DEBER DE INTERPRETAR TODO EL ORDENAMIENTO "DE CONFORMIDAD CON LA CONSTITUCIÓN"
Sin duda, lo más relevante de ese cuadro de actuación judicial partiendo del valor normativo de la Constitución es el principio de la interpretación conforme a la Constitución de todo el ordenamiento jurídico en el momento de su aplicación. Este principio, formulado originariamente en los derechos americano (in harmony with the Constitution) y alemán (Verfassungskonforme Auslegung), lo proclamó desde el primer momento nuestra jurisprudencia constitucional (sentencias de 2 de febrero y 30 de marzo de 1981), que constantemente la reitera, y ahora lo recoge de manera explícita el artículo 5.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial: "La Constitución es la norma suprema del ordenamiento jurídico y vincula a todos los jueces y tribunales, quienes interpretarán y aplicarán las leyes y los reglamentos según los preceptos y principios constitucionales", según la interpretación que resulte de las resoluciones dictadas por el Tribunal Constitucional.
En el párrafo 3 del mismo artículo 5o. dice la LOPJ: "Procederá el planteamiento de la cuestión de inconstitucionalidad cuando por vía interpretativa no sea posible la acomodación de la norma al ordenamiento constitucional".
La interpretación de una norma conforme a la Constitución es, pues, "acomodar" su contenido a los principios y preceptos de la Constitución.
Destacaremos algunas consecuencias que se imponen del carácter preceptivo de ese modo de interpretar todas las leyes de conformidad con la Constitución:
a) Hay que entender, como ha notado Zippelius, que la Constitución constituye el "contexto" necesario de todas y cada una de las leyes, reglamentos y normas del ordenamiento con fines de su interpretación y aplicación, aunque sea un contexto que a todas las excede en significado y en rango; en este sentido, habrá que entender que la indicación del artículo 3.1 de nuestro Código Civil, que ordena interpretar las normas "según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto", llama, en primer término, para depurar ese contexto, a la norma constitucional precisamente (así, expresamente, el Tribunal Constitucional, Sentencia de 15 de abril de 1991).
b) El carácter normativo de la Constitución no impone sólo su prevalencia en la llamada interpretación declarativa, también en la (indebidamente) llamada interpretación integrativa, que colma insuficiencias de los textos legales a aplicar. Así lo ha proclamado con reiteración el Tribunal Constitucional (sentencias, entre otras, de 22 de diciembre de 1988 y 15 de febrero de 1990).
c) La interpretación conforme a la Constitución de toda y cualquier norma del ordenamiento tiene una correlación lógica en la prohibición, que hay que estimar implícita, de cualquier construcción interpretativa o dogmática que concluya en un resultado directa o indirectamente contradictorio con los valores constitucionales (Sentencia constitucional de 15 de febrero de 1990). Especialmente relevante resulta así la obligación judicial de interpretar las leyes "en el sentido más favorable a la efectividad de los derechos fundamentales" (sentencias del Tribunal Constitucional de 6 de mayo de 1983, 9 de febrero y 20 de abril de 1985, 25 de mayo de 1987, 9 de mayo de 1988, 15 de febrero de 1990, 28 de febrero y 8 de abril de 1991), que consagra así el principio pro libertate como central en nuestro ordenamiento.
Las normas constitucionales son, pues, "normas dominantes" frente a todas las demás en la concreción del sentido general del ordenamiento.
XI. NOTA BIBLIOGRÁFICA
Sigue siendo esencial el Derecho constitucional comparado de M. García-Pelayo, para una visión general de los constitucionalismos americano y francés.
Hago una remisión general a la bibliografía que se contiene en mi libro La Constitución como norma y el Tribunal Constitucional (1a. ed. de 1981, 3a. ed. de 1983 y varias reimpresiones sucesivas, Civitas, pp. 105 y ss.); aunque el presente trabajo tiene sustantividad propia respecto de lo expuesto en dicho libro.
Sobre los orígenes y desarrollo de la idea de Constitución, véase el volumen colectivo Verfassung, con introducción de Friedrich (Darmstadt, 1978). El volumen también colectivo, que es el tomo XX de la serie Nomos, Constitutionalism (R. Pennock y J. W. Chapman (eds.), Nueva York, University Press, 1979); la obra colectiva con motivo del segundo centenario de la Constitución americana, publicada por The American Academy of Political and Social Science, The Revolution, the Constitution and America´s Third Century (Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 1980, 2 vols.). La obra clásica de Roscoe Pound, The Development of Constitutional Guarantees of Liberty (Yale University Press, 1957). También la obra colectiva dirigida por L.W. Levy, Essays on the Making of the Constitution (2a. ed., Oxford University Press, 1987). Otra obra colectiva de interés, Constitution et révolution aux États-Unis d´Amérique et en Europe, dirigida por R. Martucci, Macerata (1995). Las clásicas obras de B. Baylyn, The Ideological Origins of the American Revolution (Harvard University Press, 1967), y de Carl Becker, The Declaration of Independence. A Study in the History of Political Ideas ( [1922] Nueva York, 1960).
Sobre Locke —aparte el texto original de sus Two Treatises of Civil Government (he manejado la edición de Everyman´s)—, especialmente el libro de J. W. Gough, John Locke´s Political Philosophy. Eight Studies (2a. ed., Oxford, 1973); John Dunn, La pensée politique de John Locke (París, 1991). Del propio Gough es esencial Fundamental Law in English Constitutional History (Oxford, 1955). De interés, la obra colectiva Les discours sur la Révolution que ha confrontado a los autores americanos y franceses (Seurin, Lerat y Geaser (dirs.), París, 1991, 2 vols.). También en mi libro La lengua de los derechos. La formación del derecho público europeo tras la Revolución francesa (2a. ed., Madrid, 2001). En este último libro podrá encontrarse también amplia bibliografía sobre las ideas políticas de la Revolución francesa, que parece innecesario repetir ahora.
Bastid, Adde, P., L´idée de Constitution, París, Económica, 1985; Jaume, L., Le discours jacobin et la démocratie, París, 1989; Chabanne, R., Les institutions de la France de la fin de l´ancien régime à l´avènement de la III République (1789-1875) , Lyon, 1977; Association Française des Constitutionnalistes, La continuité constitutionnelle en France de 1789 à 1989, Presses Universitaires d´Aix-Marselle, 1990; Furet, F. y Halévi, R., La monarchie républicaine. La Constitution de 1791, París, 1996; Colloque de Dijon, La première Constitution française, París, 1991. La obra de Furet que se cita en el texto, " La Révolution (1770-1880) ", en la historia de Francia (París, Hachette, 1988). La obra de Luis Díez del Corral, El liberalismo doctrinario (en Obras completas, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1998, t. I).
* Originalmente escrito para la edición conmemorativa del 25 Aniversario de la Constitución Española 1978-2003, Madrid, 6 de diciembre de 2003.
** Catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense. Miembro de la Real Academia Española.