MÉXICO ANTE EL ESTATUTO DE ROMA *

Sergio GARCÍA RAMÍREZ **

SUMARIO: I. Las opciones. II. Un antecedente jurisdiccional. III. El debate. IV. Alternativas para la reforma constitucional. V. Proyecto de reforma al artículo 21 constitucional. VI. Conclusiones.

I. LAS OPCIONES

Es inminente la vigencia del Estatuto de la Corte Penal Internacional, adoptado en Roma el 17 de julio de 1998. Se cuenta con el número de ratificaciones necesario para ello.1 Bajo ese instrumento se formalizará, finalmente, la jurisdicción internacional penal -y más todavía, el propio derecho internacional penal- cuya creación ha enfrentado múltiples vicisitudes en el curso de las diversas estaciones cumplidas en este largo camino.2 Fue necesario que transcurrieran cuatro años, entre 1998 y 2002, para que se lograra la voluntad coincidente de sesenta Estados, un número considerablemente reducido en comparación con los 139 que firmaron el estatuto. Esa jurisdicción supone -o encarna- la existencia de un orden penal de alcance internacional que satisfaga ciertas condiciones fundamentales en la inevitable relación con los órdenes penales nacionales.3 Es así que se ha optado por enfrentar la criminalidad y suprimir la impunidad a través de la organización internacional, no sólo de la jurisdicción nacional ampliada.4

Por todo ello, crece el debate interno -que hasta ahora no ha sido verdaderamente intenso-5 acerca de la posibilidad y conveniencia de que México, suscriptor del instrumento -a última hora, tras reticencias explicables-,6 ratifique éste y se constituya, por lo tanto, en parte del convenio -que es serlo de un sistema internacional de justicia penal-, intervenga con derechos plenos en la Asamblea de los Estados partes,7 y asuma los deberes y responsabilidades, más las correspondientes facultades, que trae consigo esa jurisdicción.

A mi juicio, nuestro país debe ingresar al sistema de la Corte Penal Internacional. Para entenderlo así hay diversos argumentos. En este artículo me referiré a algunos de ellos, pero desde ahora quiero aludir a uno que debiera ser examinado con objetividad y puntualidad por quienes tienen a su cargo la responsabilidad histórica de adoptar la decisión final -aunque no necesariamente irrevocable y última-8 en esta materia: hay que considerar, como artículo de previo pronunciamiento, las opciones que tenemos a la vista y a la mano. Por una parte, la continuación del estado de cosas que ha prevalecido; por la otra, la existencia y operación del tribunal internacional.

Veamos la primera opción. Es obvio que también en el orden internacional, como en el nacional, el crimen será "la sombra que acompañe al cuerpo". Me temo que persistirá la comisión de graves delitos de alcance o trascendencia internacionales y que será preciso reaccionar ante ellos. La crónica de los últimos tiempos -e incluso de los últimos días- ilustra sobre la persistencia del crimen. Hasta ahora hemos contado con dos medios para aquella reacción. Por una parte, existe la posibilidad -que acaso continuará- de que el más fuerte haga uso de su poder y extienda su brazo punitivo, con buenos o malos motivos, sobre todas las fronteras. Tendríamos una potencia juzgadora hegemónica dotada con la capacidad de adoptar, eficazmente, decisiones unilaterales en este campo, que aplicaría su versión del derecho, nacional o internacional, desplegaría su propio sistema de justicia y arribaría a las consecuencias punitivas que considere pertinentes.9

La restante alternativa, dentro de la misma opción que ahora examino, radica en la creación de órganos judiciales especiales para el juzgamiento de ciertos delincuentes o grupos de delincuentes, por determinados delitos perpetrados en unas circunstancias o en un periodo definidos. Esta es la fórmula que dominó en los años cuarenta y noventa, con variantes de mayor o menor entidad. Así se hizo al cabo de la Segunda Guerra Mundial,10 a través de los tribunales de Nüremberg y Tokio, para cuya creación se tomó en cuenta la enorme insatisfacción que dejaron los intentos de justicia penal al término de la primera postguerra.11 Y así se ha hecho posteriormente en los casos de la ex-Yugoslavia y Ruanda: cada uno de estos tribunales cuenta con el respectivo estatuto y tiene la encomienda -competencia ratione temporis, personae y materiae- que éste le confiere.

Si los tribunales de Nüremberg y Tokio fueron constituidos por imperativo de las fuerzas vencedoras, los de la ex-Yugoslavia y Ruanda lo han sido por resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, el poderoso cuerpo de quince miembros sobre el que pesa, con irresistible influencia, el veto de los miembros permanentes.12 Este órgano, que tiene a su cargo la custodia de la paz y la seguridad internacionales, ha cimentado la fundación de aquellos dos tribunales en las atribuciones que le confiere el capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas. Sin embargo, esa argumentación no ha sido acogida en forma unánime y pacífica.13 Diversos Estados -entre ellos México- han expresado su parecer desfavorable a las características de los órganos judiciales así constituidos y a la posibilidad misma de que se constituyan conforme a una lectura particular de la carta.

El mero enunciado de las alternativas mencionadas bajo lo que he llamado una primera opción -y resta, por supuesto, la peor de todas: el simple recurso a la fuerza armada- sustenta la necesidad de contar con una segunda opción que supere las graves deficiencias de aquélla. A este fin ha tendido, desde siempre, la vigorosa corriente que patrocina el establecimiento de un tribunal permanente, verdaderamente internacional, establecido conforme a normas ex ante -y no ex post- con respecto a la comisión de los delitos. Ni tribunal de vencedores, ni tribunal de "un club de países" o de "un solo país". A ello tiende la Corte Penal Internacional, prevista en el Estatuto de Roma y creada conforme al procedimiento que se estimó preferible en el examen de las diversas posibilidades practicables.14 De existir y operar aquella corte, habría por lo menos un órgano de naturaleza jurisdiccional, pactado a través de un amplio consenso internacional, que actúe bajo el imperio de normas penales orgánicas, sustantivas, adjetivas y ejecutivas adecuadamente expedidas y ampliamente conocidas.15

En el horizonte figuran, pues, dos "mundos posibles", aunque uno de ellos parece hallarse, de hecho y de derecho, en el plano más cercano a nuestro objetivo y a nuestra esperanza. Por una parte, un mundo sin tribunal penal internacional, sujeto a decisiones particulares, que pueden ser abruptas, inadecuadas, insuficientes, parciales, y otro con una Corte Penal Internacional que disponga de un consenso generalizado, suficiente y razonable, y establezca el imperio de las normas en la solución de las controversias de este carácter. Pronto se concretará el segundo escenario, merced a la vigencia del Estatuto de Roma,16 y México deberá tomar partido entre las dos opciones descritas: la participación en el sistema de la corte o el status quo prevaleciente. Guardar silencio, de manera persis-tente o permanente, ya significa una elección.

Por supuesto -y quiero expresarlo cuanto antes- no caigo en la ilusión de que la vigencia del Estatuto de Roma y la existencia de una Corte Penal Internacional, cuyos integrantes sean electos, que cuente con una sede y asuma el conocimiento de algunas causas, eliminarán de plano la opción atada a las medidas unilaterales. Es probable que el Consejo de Seguridad ya no haga uso de su hipotética atribución de crear tribunales especiales o ad hoc. Pero también lo es que algunos Estados no renunciarán fácilmente a la facultad, reconocida por el derecho internacional, de mantenerse al margen del Estatuto de Roma, ni desistirán de la potestad, autoasignada, de erigirse en jueces exclusivos de ciertos delitos internacionales, con exclusión -de grado o por fuerza- de otras jurisdicciones, por internacionales que éstas sean. Recordemos el rechazo que recibió el estatuto por parte de algunos Estados, al cabo de la Conferencia de Roma,17 así como la tenaz oposición que hoy se endereza contra la corte en algunos poderosos parlamentos. En suma, la inauguración de la Corte Penal Internacional no significa, a fortiori, la desaparición de otros medios, más o menos jurisdiccionales -digamos- de enfrentar la criminalidad en el orden mundial.

Los adversarios de la ratificación del estatuto han puesto el acento en un hecho sombrío: no llegará muy lejos la corte si no cuenta con la participación comprometida y resuelta de Estados Unidos de América; y menos todavía si esta gran potencia expresa -como lo han hecho muchos funcionarios estadounidenses- su abierta oposición a la corte. Aún así, conviene considerar seriamente la participación en el sistema de la Corte Penal Internacional. Seguirá siendo una alternativa razonable, al menos como concepto, manifestación de un "principio": la regla de justicia internacional frente a la regla de fuerza unilateral, medios ambos -con características distintas desde la perspectiva axiológica- para combatir crímenes gravísimos y desterrar la impunidad.

II. UN ANTECEDENTE JURISDICCIONAL

Al referirme al trance en el que se halla México, y cuya solución acaso consumirá algún tiempo, estimo pertinente invocar la experiencia de nuestro país frente a otra jurisdicción internacional a la que últimamente acogió, pero cuyo pleno ejercicio -vale decirlo- todavía no se halla suficientemente asegurado en el ámbito interno. Me refiero a la jurisdicción interamericana sobre derechos humanos. Para abordar este punto conviene destacar que México ha sido un miembro responsable y activo de la comunidad internacional. Ha tenido una presencia gallarda en múltiples foros. Ha defendido principios y valores contra las arremetidas de países más poderosos. Ha establecido esos principios en su ley fundamental,18 y así ha querido ponerlos a cubierto -pues son puntos de nación y de Estado- de los vaivenes circunstanciales que pudieran acosarlos. En suma, la política internacional mexicana es motivo de orgullo y factor de defensa contra pretensiones injustas.

México tiene una dura experiencia secular sobre lo que puede la fuerza cuando se moviliza contra la razón. Esta experiencia dolorosa, sumada a quebrantos en el empleo del método arbitral para la solución de controversias internacionales19 -medio tradicionalmente empleado en estas coyunturas, sin perjuicio de la jurisdicción de la Corte Internacional de Justicia- ha determinado que nuestro país guarde cierta distancia de los entendimientos internacionales que instituyen instrumentos decisorios más allá de las instancias domésticas. Hay que revisar la historia para entender esta actitud, que no es el producto de un aislacionismo irracional, sino de una racional defensa de aquellos valores y principios en el caso de México mismo, pero también en otros casos que se han ventilado en la escena internacional.

Las cosas han cambiado, sin embargo. La oleada mundializadora llegó a estas playas y nuestro país ya es parte en infinidad de tratados de la más diversa especie. En este sentido, ejerce su soberanía, no la pierde. Además, México ha admitido instancias no nacionales para la solución de controversias. Un ejemplo es el relativo a los conflictos en el marco del libre comercio, además de otros que adelante mencionaré. En este ámbito se presenta una "evasión" de las instancias nacionales de justicia, a favor de otros órganos y procedimientos.20

Cuando se realizó en 1969, tras larga preparación, la Conferencia Especializada Interamericana sobre Derechos Humanos, nuestro país había formulado ya, cautelosamente, una declaración formal desfavorable a la existencia de un tribunal sobre esta materia.21 En esa cautela militaba la experiencia internacional de México.22 No se trataba, evidentemente, de rechazar el reconocimiento y la tutela de los derechos humanos, cuya protección es, a mi modo de ver, la decisión política fundamental nuclear de la nación mexicana, si nos atenemos a la letra y el espíritu de la Constitución General de la República, que a su vez recibe una copiosa tradición constitucional.23 Se trataba, más bien, de la inquietud ante instancias supranacionales cuyo signo y desempeño -en la realidad, no en el papel- aún no se conocían.

México participó con diligencia en la formulación de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, como se advierte en las actas respectivas. Planteó enérgicamente sus preocupaciones, y al término de la conferencia optó por sumarse a la corriente general de los países participantes y aceptar la existencia de una corte internacional, en la inteligencia de que sería optativa la jurisdicción de ésta sobre los Estados, es decir, habría una cláusula facultativa24 que separase la vigencia de la convención, por una parte, de la operación del tribunal, por la otra.25 Entre ambos extremos mediaría la admisión explícita por parte del Estado soberano.

Ahora bien, México no suscribió la convención o Pacto de San José, como también se conoce a ese notable documento. Pasarían varios años antes de que nuestro país se adhiriera a éste, que es otra de las formas de vinculación reconocidas por el derecho internacional de los tratados: habiéndose firmado la Convención en 1969, México se adhirió en 1981; la adhesión cobró vigencia en 1982. Habían transcurrido doce años. Y muchos más transcurrirían para el siguiente paso. No fue sino hasta el final de 1998 -es decir, diecisiete años después de la adhesión- que el Senado aprobó la espera se presentó en el caso de otros países, desde algunos con población reducida, como Haití y República Dominicana, hasta el más poblado de todos: Brasil.

En síntesis -y como corolario de este largo análisis- México demoró treinta años en admitir la jurisdicción de una corte internacional sobre derechos humanos, como ha demorado también en otras admisiones que adelante mencionaré. Pero ingresó finalmente en este sistema. El ingreso, plenamente justificado a mi modo de ver, obedeció a diversos factores, que no pretendo examinar en este momento.26 Probablemente lo mismo ocurrirá en el caso de la Corte Penal Internacional, mediante incorporación al régimen del Estatuto de Roma. No auguro ni deseo, por supuesto, una espera de tres décadas. Las condiciones nacionales e internacionales son diferentes de las que entonces existían, y ahora facilitan lo que antes no auspiciaban, aun cuando un ambiente enrarecido -precisamente en el terreno de las relaciones internacionales y la política respectiva- puede poner nuevos obstáculos en el camino hacia la admisión de la corte. Creo que tarde o temprano México será parte en el Estatuto de Roma. Convendría que lo fuera temprano, pero no por obra de un proceso precipitado y una decisión atropellada, que restaran consistencia a la decisión y satisfacción a los participantes. Si las cosas requieren tiempo, hay que darles tiempo.

III. EL DEBATE

Hay dos posiciones encontradas sobre este asunto, así como algunos pareceres a media vía entre aquéllas. Son respetables y atendibles las razones de partidarios y adversarios, e incluso pudiera haber terceros planteamientos que también aporten elementos interesantes a la deliberación general.27 Merecen cuidado las reflexiones que algunos formulan a propósito de la soberanía nacional y la supremacía constitucional,28 que trae consigo superioridad de las instituciones recogidas por la ley fundamental. Y no ameritan menor cuidado las alegaciones que otros expresan sobre la pertinencia de que no haya lugar de refugio para el genocida, el torturador o el violador del derecho humanitario; de que se hallen bien protegidos los más altos bienes jurídicos de la humanidad; de que exista una misma regla de justicia para todos los hombres y todos los pueblos, administrada por un tribunal que encarne, como antes dije, el mayor consenso posible del conjunto internacional.

También es digna de estudio la reflexión de quienes observan numerosos desaciertos en el Estatuto de Roma. Me cuento entre esos observadores de buena fe. Es claro que el sistema penal y el sistema internacional no disponen todavía de un buen puente de comunicación que unifique sus pretensiones y sus fórmulas normativas. El derecho penal internacional tiene, en virtud de su doble fuente -se ha dicho- una "personalidad dividida",29 y en cierto modo "atormentada". Difícilmente se podría exhibir el estatuto como una pieza perfecta de técnica penal -porque es un instrumento penal y debe ser examinado y valorado como tal- que resista el juicio más exigente del penalismo contemporáneo, comprometido con la larga y azarosa evolución de las ideas, las leyes y las prácticas a partir del siglo XVIII.

Ese penalismo dejó atrás -aunque hay regresos y tropiezos- la hora del autoritarismo que se valió de la razón de Estado, e inició la era del derecho penal democrático, instalado en otro género de razones. Y no me refiero apenas a los tecnicismos que implica la elaboración de normas dentro de cualquier disciplina,30 sino a puntos de principio -los dogmas del liberalismo penal, verbi gratia. Creo que todo esto podría ser reconocido, con objetividad y humildad intelectual, por los ardientes partidarios del estatuto, y determinar la futura posición del Estado, cuando llegue la hora de reformar ese instrumento.31 El explícito reconocimiento de los vacíos o las desviaciones puede contribuir, desde ahora, a formar la circunstancia de opinión que opere los cambios necesarios.

Por otra parte, también hay cuestiones que deben ser reconocidas con ese mismo espíritu. Si el Estatuto de Roma es defectuoso, cabe preguntarse: ¿se podría haber logrado algo mejor en esta etapa? Al formularnos la pregunta y responder a ella -una respuesta con consecuencias jurídicas y políticas- no podemos separar la calificación del instrumento del análisis de sus antecedentes y de la circunstancia en la que se produjo. Recordemos el extenso tránsito de los trabajos conducentes a una jurisdicción internacional. No se nos escapa -dejando de lado los esfuerzos que desembocaron en frustración y abandono- la extraordinaria cantidad de obstáculos, recelos, posiciones discrepantes, sospechas y suspicacias que existieron a todo lo largo de aquel proceso, desde Nüremberg y Tokio. Larga, casi infinita, fue la empresa de redactar los principios del derecho penal internacional encomendados por la Asamblea General de Naciones Unidas a la Comisión de Derecho Internacional. Y no fue sino hasta que Trinidad y Tobago replanteó la lucha internacional contra ciertos delitos -una lucha jurisdiccional, se entiende- que pudo reanimarse el esfuerzo conducente a la Conferencia de Roma.

En Roma -la postrera estación en el camino: otras, muy difíciles, hubo inmediatamente antes- un gran número de Estados puso frente a frente sus respectivas pretensiones sobre la corte -o en contra de la corte- y logró al cabo una cierta coincidencia fundada en innumerables concesiones. Los resultados obtenidos son producto, en buena medida, del frente común establecido por importantes protagonistas de la conferencia: el "grupo de Estados afines" y numerosas organizaciones no gubernamentales.32 Abundan los testimonios acerca del prolongado, complejo, difícil proceso de elaboración del estatuto. La variedad de elementos por conocer, congregar y conciliar, dificilmente podría arrojar un resultado mejor.33 Esto lo supo bien la delegación mexicana, que libró una ardua batalla con sólidos argumentos.34 Con semejantes antecedentes y en tal circunstancia inmediata, hubiera sido extremadamente difícil, por no decir imposible, arribar a fórmulas más felices.

Esto no absuelve al estatuto; simplemente entiende lo que se pudo hacer y lo que no se pudo hacer. Tal vez hubiera sido mejor abrir el campo para la formulación de reservas, conforme a la tradición en esta materia. Sin embargo, es probable que el cúmulo de reservas y las características de ellas hubieran alterado radicalmente el sistema, hasta echarlo por tierra.35 Así las cosas, se tiene lo que se pudo tener con el propósito central de instaurar la justicia penal internacional. Como antes sugerí, habrá que aguardar el plazo de siete años fijado para la revisión del estatuto y emprender, a partir de ese momento, la compleja tarea de perfeccionar el sistema y ponerlo a cubierto de los reproches -justificados muchos de ellos- que hoy se le dirigen.

Ya me referí a la experiencia mexicana en la adopción de la Convención Americana y en la admisión de la jurisdicción contenciosa de la corte respectiva. No insistiré en esto, que me alejaría de mi tema actual. Sin embargo, conviene hacer notar, como referencia para las consideraciones que luego expondré, que al ocurrir esto último -el reconocimiento de la jurisdicción de un órgano internacional- México recogió o asumió ciertas decisiones -expresa o implícitamente- que contribuyen a establecer el rumbo y el destino de nuestros pasos en el caso de la Corte Penal Internacional. Efectivamente, en 1998 -año de la incorporación plena al régimen internacional protector de los derechos humanos- nuestro país se instaló en la mejor corriente moderna del derecho internacional: la que brinda mayor protección al ser humano y resulta más consecuente, por ello, con la letra y el espíritu de la Carta de Naciones Unidas y la Carta de la Organización de los Estados Americanos. Al mismo tiempo, México hizo notar -con hechos jurídicamente relevantes- sus compromisos naturales como miembro de la comunidad jurídica universal, en general, y de la interamericana, en particular.

En esa situación, quedó de manifiesto el reconocimiento claro de que existe una responsabilidad internacional del Estado con motivo de la conducta ilícita de sus agentes, responsabilidad que no es excluyente, por lo demás, de la que pudiera existir con respecto a individuos concretos. Más todavía, la actuación de éstos -que pone en movimiento lo que he llamado el "deber de justicia penal" del Estado-36 es condición para que haya responsabilidad estatal. También quedó aceptado el principio, tan relevante, de la potestad jurisdiccional primordial o principal de los órganos nacionales, y la subsidiaria, complementaria o accesoria de los internacionales: éstos no desplazan a aquéllos. Se admitió, igualmente, la posibilidad de control jurisdiccional internacional -como lo hay nacional- de los actos de cualquier órgano del Estado. El compromiso internacional -y la consecuente responsabilidad- gravita sobre el Estado en su conjunto, no solamente sobre alguno de los órganos -como pudiera ser el Poder Ejecutivo- o alguno de sus planos -como pudiera ser el Estado federal en el supuesto de que exista un régimen de esta naturaleza. Finalmente, el acto del Estado mexicano que ahora invoco a título de re-ferencia y sugerencia, aceptó la regla de reparación por los daños causados a partir de la conducta ilícita.37

Es notorio que el Estado mexicano adquirió, en el marco de su propio ordenamiento, todos esos compromisos o deberes. Lo es, por obra del artículo 133 constitucional, que asigna a los tratados el carácter de ley suprema de la unión. Pero resulta asimismo evidente la necesidad de que el país asuma en otras normas de ese ordenamiento -el derecho estrictamente doméstico- las consecuencias de tales reconocimientos hechos en el plano internacional. Se trataría de la satisfacción de obligaciones adquiridas a la luz de la Convención Americana, por ejemplo, cuando el Estado parte acoge el deber de garantizar a las personas bajo su jurisdicción los derechos y libertades establecidos en ese instrumento y remover los obstáculos que existan para su ejercicio, disponiendo para ello todas las medidas necesarias: legislativas o de otra índole.38

Estas consideraciones llevan en línea recta a advertir la conveniencia de que se puntualice en el más alto nivel normativo, esto es, en el nivel mismo de la Constitución General de la República: a) la jerarquía de los tratados internacionales, como ya se ha hecho en algunas leyes fundamentales, que incluso asignan un rango privilegiado a los instrumentos sobre derechos humanos; y b) la eficacia de las resoluciones jurisdiccionales de los órganos internacionales en los diversos ámbitos en que éstos pudieran operar, lo cual implica, naturalmente, la ejecución inmediata de esas resoluciones a la manera en que se da cumplimiento a otras determinaciones jurisdiccionales.39 Todo ello reaparece, como gran tema indispensable, en el proyecto de reforma al artículo 21 constitucional, de 2001, que adelante analizaré.

Vayamos de nuevo al tema de la jurisdicción penal internacional, específicamente. No reiteraré lo antes dicho a este respecto: antecedentes y justificaciones. Unos y otras son bien conocidos en México, que comparte sustancialmente las justificaciones. Se ha querido que haya sanción, legítima y puntual, para los más graves crímenes que afectan bienes esenciales de la humanidad. Al pronunciarse en torno a las jurisdicciones históricas y a las existentes -éstas, las creadas por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas- México ha insistido, con razón, en ciertos postulados de justicia penal internacional, que fueron esgrimidos por los re-presentantes de nuestro país en los trabajos preparatorios del Estatuto de Roma. Podemos resumir esos postulados en los siguientes términos:

a) Preferencia de la jurisdicción nacional, como "juez natural" -un principio tradicional del debido proceso- que no abdica de sus funciones y a la que no se desplaza de ellas;40 b) admisión de la responsabilidad penal internacional de carácter individual, sin perjuicio de otras responsabilidades de diverso carácter exigibles al Estado; c) definición precisa y previa de los delitos sometidos al conocimiento de la jurisdicción internacional, en la inteligencia de que debieran ser los más graves y trascendentales; d) definición de un procedimiento cierto, conforme a un sistema garantista, para exigir aquella responsabilidad: en otros términos, debido proceso legal; e) institución de un órgano jurisdiccional permanente, profesional, independiente e imparcial, con jurisdicción mundial; y f) consagración de aquellas definiciones tipificadoras y sancionadoras, de ese debido proceso y de esta jurisdicción en un tratado erigido sobre la voluntad coincidente de las naciones, no en las decisiones de cierto Estado o sólo de un órgano de la comunidad internacional.

Así las cosas, cuando se formalizó en Roma el Estatuto de la Corte Penal Internacional, México se abstuvo de votar y explicó los motivos de su abstención.41 Este es un asunto ampliamente explorado. Entre esos motivos -que luego nutrirían las objeciones de un respetable sector de opinión a la firma del convenio- figuraron cuestiones constitucionales. De ellas me he ocupado en otros trabajos.42 Sin embargo, es pertinente recordar aquí algunos puntos en los que hay diferencia o franca discrepancia entre disposiciones constitucionales -que para nosotros tienen el más elevado rango en la pirámide normativa- o bien, normas secundarias,43 por una parte, y estipulaciones del Estatuto de Roma, por la otra.

Una amplia relación de posibles desacuerdos abarca: a) defectuosa formulación de tipos penales; b) probable operación del criterio de analogía para integrar delitos; c) facultades de la Corte Internacional para apreciar la gravedad de los delitos y, por lo tanto, la procedencia de su propio conocimiento jurisdiccional; d) características de los llamados "elementos del crimen", cuya naturaleza sigue siendo controvertida44 y de los que depende la solución de algunos de los puntos más preocupantes del sistema;45 e) regulación de las penas, sobre todo en lo que respecta al rango normativo de las estipulaciones que las previenen, a su adecuación a las conductas punibles -individualización normativa, previa a la judicial- y a la privación de libertad en la especie de reclusión perpetua, sobre la que ya se ha pronunciado la Suprema Corte de Justicia;46 f) más de un juzgamiento por los mismos hechos y en contra de la misma persona: exclusión del principio ne bis in idem (problema que acaso se podría resolver o mitigar si se crea una "revisión forzosa de salvaguarda" ante la más alta jurisdicción nacional para aquellos casos en que pudiera interesarse la competencia del tribunal penal internacional); g) inicio del procedimiento por decisión oficiosa del fiscal o previa delación; h) extensa aplicación del principio de oportunidad persecutoria, en detrimento de la regla de legalidad; i) desplazamiento de las autoridades locales en la investigación, la persecución y el procesamento; j) desatención al sistema local de inmunidades constitucionales; k) no identificación del acusador; l) modificación del principio de defensa necesaria; m) reserva sobre elementos de prueba; n) régimen especial sobre libertad provisional; o) entrega de procesados o sentenciados; p) imprescriptibilidad; q) posible retención del detenido cuando la detención excede al tiempo correspondiente a la sanción impuesta; y r) abono facultativo de la detención a la pena misma.

Desde luego, es necesario examinar con el detalle pertinente cada una de estas cuestiones, como lo es analizar las restantes observaciones críticas formuladas en la circunstancia de la abstención mexicana en Roma, que se relacionan con los tradicionales puntos de vista de nuestro país -que comparto- a propósito de la actuación deseable de los órganos de las Naciones Unidas, la injerencia del Consejo de Seguridad en la marcha del procesamiento,47 el temor a la "politización" del tribunal48 y el tema de las armas nucleares.49 Sin entrar en este examen, admitamos que existe contradicción entre normas constitucionales y disposiciones del estatuto.

Ahora bien, la Constitución no es un ordenamiento petrificado, inconmovible. Nuestra historia constitucional -aplaudida o combatida- acredita justamente lo contrario: varios centenares de modificaciones muestran la reformabilidad constitucional, no sólo a la luz de las normas que la permiten, como es obvio, sino bajo el apremio de renovadas circunstancias. Se ha visto, de tal suerte, que la Constitución no es ni debe ser un dique opuesto al progreso, a la libertad, a la justicia, sino un factor para que haya justicia, libertad y progreso en el marco de las decisiones políticas fundamentales que anuncian y procuran, precisamente, el alcance de tales objetivos. Y esto debe ponderarse conforme a las condiciones de la vida social, sujetas a constante desarrollo. Por supuesto, convengo en que existen - han existido siempre- versiones distintas acerca del significado específico de aquellos valores en cada circunstancia. Habrá que estudiar, casuísticamente, la compatibilidad de las disposiciones del estatuto con las decisiones políticas fundamentales de la nación mexicana, especialmente las que pudieran poseer el rango de "claúsulas pétreas".

Dicho en otras palabras, lo que corresponde no es precisar si existe o no contradicción con el texto constitucional -la hay, obviamente- sino la forma en que esa contradicción debiera resolverse. Sabemos, fuera de dudas, que debemos atenernos al mandamiento constitucional. Pero también sabemos que el dictum constitucional puede modificarse y se ha modificado en centenares de ocasiones. El texto de hoy no es, necesariamente, el de 1917, y ni siquiera es, por fuerza, el de hace treinta, veinte o diez años. En consecuencia, lo que verdaderamente importa es precisar, a través de una profunda reflexión y un laborioso consenso, cuál es la solución preferible -la que sirve mejor los superiores intereses de la nación y los valores que ésta sostiene- en determinados puntos controvertidos. Si debe prevalecer el dictum constitucional de hoy, que prevalezca. Si debe cambiar, que cambie. Finalmente, la condición para esto último sería que el cambio no traiga menoscabo de los principios esenciales que articulan el constitucionalismo mexicano, sino fortalecimiento de ellos.

Si llegamos a la conclusión -que es la primordial, condicionante para cualquier desarrollo posterior- de que debe existir una jurisdicción penal internacional y de que el Estatuto de Roma constituye, pese a todos sus defectos, una fórmula admisible para establecerla, habrá que ingresar en la segunda cuestión, mucho menos compleja a pesar de todas sus asperezas: cómo acoger esa novedad en el texto constitucional. Si concluimos, por el contrario, que no debe existir aquella jurisdicción o que la fórmula del estatuto es inaceptable, no tendrá caso entrar al capítulo de la reforma constitucional. Saldremos de este problema -a cambio de que otros acudan- y nos atendremos a las consecuencias.

IV. ALTERNATIVAS PARA LA REFORMA CONSTITUCIONAL

Cuando se inició el estudio de esta cuestión, e inclusive antes de entonces -desde que se examinó la pertinencia de reformar primero la Constitución y sólo después suscribir el estatuto- quedaron a la vista algunas posibilidades naturales. Una de ellas implicaría asumir en bloque el Estatuto de Roma, como lo hizo Francia, con una expresión opinable, en el nuevo artículo 53.2 de su Constitución.50 Otra posibilidad estribaría en la reforma de todos y cada uno de los artículos de la Constitución que pudieran representar un obstáculo para la ratificación del convenio. Como es fácil advertir, esto llevaría a un amplio conjunto de modificaciones y desencadenaría un no menos amplio número de problemas.

Podemos llegar al resultado apetecido por otra vía, es decir, sin pretender -porque no es necesario, y tampoco aconsejable- que la Constitución recoja un "catálogo abreviado" de los temas críticos del Estatuto de Roma. En no pocas ocasiones hemos abonado el estilo "reglamentario" de la Constitución. Hay motivos históricos -que afloraron poderosamente en el Congreso de 1916-1917- para utilizar esta técnica.51 Sin embargo, no siempre es necesaria, y tal vez no lo sea en el presente caso. Ahora podemos dejar a la Constitución lo que es, característicamente, materia constitucional, y a la legislación secundaria lo que corresponde, también característicamente, a la reglamentación del texto constitucional. Esto nos lleva a una tercera posibilidad, que algunos patrocinan. Se trataría de concentrar las reformas en un solo precepto -el más adecuado para alojarlas- o en un número muy reducido de artículos, si esto se estimase verdaderamente indispensable. Si se trata de atender un punto verdaderamente excepcional: los delitos que caen bajo la jurisdicción penal internacional, como complementaria de la nacional (pero también otros casos de conocimiento internacional que , mutatis mutandi, pudieran verse comprendidos por la misma lógica) corresponde aportar una solución también excepcional: una sola norma, no la "revisión integral de la ley suprema" para acomodarla al Estatuto de Roma.

En este punto, antes de considerar el proyecto planteado al constituyente permanente, hay que tomar en cuenta un tema adicional de la reforma, cuestión de superlativa importancia, que no figuró en las consideraciones iniciales pero debe pesar en las consideraciones finales. Ya lo he traído a colación en este ensayo. Me refiero a la pertinencia de poner al día la Constitución de la república no sólo en lo que pudiera corresponder a la jurisdicción penal internacional, sino además -y sobre todo- en lo que respecta a la admisión de las otras jurisdicciones en las que México ya participa. El enorme esfuerzo que representa una reforma constitucional en este ámbito delicado, debiera servir también para resolver los problemas que ya tenemos al frente. El panorama completo va más allá de la Corte Penal Internacional. Comprende, por ejemplo, la Corte Internacional de Justicia y la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Para nosotros, aquélla se halla en el futuro -por ahora- pero éstas se encuentran en el presente. Esta preocupación se refleja en el proyecto de reforma al artículo 21.

En mi concepto, la ratificación del Estatuto de Roma -que sólo será practicable cuando exista la norma constitucional que lo permita, tema que abajo estudiaré- debe contar con un gran consenso nacional. No aludo solamente al consenso entre poderes de la Unión, que es el "diálogo de los poderosos para la distribución del poder", como pudiera verse en la pretendida reforma del Estado; ni exclusivamente al entendimiento entre las fuerzas políticas representadas en el Congreso de la Unión y en las legislaturas estatales -cuyo conjunto compone el constituyente permanente- sino a un verdadero consenso amplio que incorpore a otros agentes de la vida social, con posibilidad y derecho a opinar y a ser escuchados.

Es verdad que la Constitución mexicana previene, como es habitual en los textos de su naturaleza, un procedimiento de reforma que no entraña unanimidad. Bastaría con el voto de la mayoría calificada, en el caso del congreso, y de la mayoría absoluta, en lo que respecta a la etapa a cargo de las legislaturas estatales. Empero, aquí se requiere mucho más que esa composición numérica, a la que no niego virtud democrática. Es preciso que haya la más amplia voluntad, por encima de los números parlamentarios, para que todos los puntos de vista sectoriales coincidan en expresiones que reflejen, de veras, el interés nacional. Un eje de este interés es la política internacional. Sería lamentable que el saldo de la reforma, una vez computados los votos, fuese un motivo de tensión y división agregado a los muchos otros que nos asedian. No deseo que en el futuro algunos mexicanos inculpen a otros por "proteger a los responsables de los más graves delitos", y tampoco deseo que se esgriman esas inculpaciones, desde la trinchera opuesta, por "haber puesto de lado la soberanía de la nación".

V. PROYECTO DE REFORMA AL ARTICULO 21 CONSTITUCIONAL

El 30 de noviembre del 2001 se presentó al Constituyente Permanente, por conducto del Senado de la República, una iniciativa de reformas al artículo 21 constitucional. Me propongo analizar enseguida los aspectos principales de esa propuesta, como fueron abordados en la correspondiente exposición de motivos, y agregar comentarios sobre la circunstancia del proyecto y las características y consecuencias de los textos planteados al poder revisor, que se hallan, por ahora, sujetos al examen de la Cámara de Senadores. Veamos primero la exposición de motivos.

En ese documento, que reviste notable importancia y es suficientemente explícito con respecto a diversos temas conectados con la propuesta -pero no con todos- se alude a principios constitucionales de la política exterior mexicana, y a continuación se manifiesta que "en este marco (el de esos principios), México está comprometido a conciliar su orden normativo interno con el derecho internacional que, a través de los instrumentos de los que nuestro país sea parte, promueva esos principios". La aseveración tiene sustento. Sin embargo, también trae consigo, implícita, una cuestión que aún no se halla resuelta, en modo alguno, por la opinión prevaleciente: me refiero a la prevalencia del derecho internacional sobre el derecho interno. En la línea de ideas que prevalece en aquel documento, el Estado debe acoger en la ley fundamental las novedades que aporte el derecho internacional, no condicionar su participación en éste a las estipulaciones de la ley suprema.

Mejor hubiera sido razonar el tema a la luz de un concepto diferente: ¿qué medida conviene más a la tutela del ser humano y, consecuentemente, a la decisión política fundamental a propósito de esa protección? Si se sirve mejor a través de la admisión del orden internacional, enhorabuena que éste ingrese en el orden interno; si ocurre lo contrario, hay que conservar las fórmulas nacionales vigentes. Esto sirve cabalmente al principio de protección integral, expansiva e irreductible de los derechos humanos.

La disyuntiva a la que me referí se refleja claramente en la Constitución de Venezuela, que resuelve el punto en los siguientes términos:

Igualmente, esa concepción y esa solución se hallan en las reglas de interpretación de la Convención Americana sobre Derechos Humanos -que a su turno coincide con la corriente internacional y asume las consecuencias del principio pro homine- sobre todo cuando ese instrumento señala que sus prevenciones no pueden ser interpretadas en el sentido de "limitar el goce y ejercicio de cualquier derecho o libertad que pueda estar reconocido de acuerdo con las leyes de cualquiera de los Estados partes..." (artículo 29, b), ni, más todavía, "excluir otros derechos o garantías que son inherentes al ser humano o que se derivan de la forma democrática representativa de gobierno" (idem, c)

A continuación se menciona que, "en congruencia con lo anterior", México ha aceptado la competencia obligatoria de ciertos órganos jurisdiccionales. En primer término, se invoca la admisión jurisdiccional de la Corte Internacional de Justicia, que operó en 1947, es decir, antes de la recepción de los principios de política internacional mexicana en el artículo 89, fracción X, que sólo ocurrió por reforma de 1988. Difícilmente se podría decir que esa admisión cuenta ya con los instrumentos de derecho interno que le ofrezcan eficacia completa; si los hubiera, no parecería necesario promover, como hoy se está haciendo, la reforma de la ley suprema.

Hay que considerar, por otra parte, que México aceptó la jurisdicción internacional de la Corte de La Haya con expresión de ciertas modalidades que limitan -o pueden hacerlo- el ámbito de la competencia material. En la especie se trata de resolver controversias entre Estados, no entre éstos y personas físicas. Aquella limitación es similar a la que previamente habían formulado Estados Unidos de América. México advirtió que la admisión citada se hacía bajo condición de estricta reciprocidad y sin abarcar asuntos que interesaran el ámbito de la jurisdicción interna.52 Esta no es, digámoslo desde luego, la tesis que inspira la iniciativa de reformas de 2001, y tampoco tiene acogida en la más reciente jurisprudencia interamericana.53

En este mismo orden de consideraciones, se menciona en segundo término la aceptación mexicana de la jurisdicción contenciosa de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, aprobada por el Senado en 1998 -sin perjuicio de que fuera dudosa, por lo menos, la necesidad de someter a esa Cámara la activación de la cláusula facultativa-54 y vigente en 1999. La aceptación de nuestro país, cuyas consecuencias no han sido suficientemente examinadas, se hizo en forma incondicional y por tiempo indefinido.55 Esto significa, según la propia jurisprudencia de la corte, establecida en varios casos notables relacionados con el Perú,56 que no se agotaría la vinculación del Estado a esa jurisdicción contenciosa por medio de algún acto unilateral de aquél, salvo que se tratase de la denuncia de la convención, acto que tiene efectos mucho mayores que la mera sustracción al juicio del tribunal interamericano.

La exposición de motivos recuerda que a partir de 1990, diecisiete Estados se han sumado al número de los que ya reconocían la jurisdicción de la Corte Internacional de Justicia, y veintiuno reconocen la correspondiente a la Corte Interamericana. Lo primero aún no abarca a la mayoría de los Estados de la comunidad jurídica internacional; lo segundo, en cambio, comprende la mayoría de los Estados de América, con salvedades notables, que en nada contribuyen al carácter necesariamente universal -regional, en la especie- del sistema tutelar de los derechos.57

El documento que ahora examino añade que México ha recurrido a los dos tribunales mencionados en solicitud de opiniones consultivas, con resultados favorables para las tesis aducidas por nuestro país. Aquello -la comparecencia ante el Tribunal de La Haya- se produjo cuando México apoyó la instancia de la Asamblea General de Naciones Unidas para requerir la opinión consultiva del tribunal a propósito de la legalidad del uso o la amenaza del uso de armas nucleares. Ciertamente, el tribunal resolvió, por amplia mayoría de votos, la ilegalidad internacional de esas conductas, pero también dejó abierta la posibilidad de aplicar tales armas en casos excepcionales de legítima defensa.58 Esta salvedad ha suscitado observaciones encontradas.

Asimismo, México solicitó a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el 9 de diciembre de 1997, una opinión consultiva sobre el derecho a la asistencia consular como parte del debido proceso legal en casos que entrañan condena a pena de muerte. En tal virtud, la Corte Interamericana expidió la Opinión Consultiva OC/16, del 1o. de octubre de 1999.59 En ésta se acogen favorablemente los planteamientos del solicitante -además de otras consideraciones- con los que coincidió la casi totalidad de los puntos de vista expresados en el curso de las audiencias celebradas para escuchar posiciones de gobiernos y de amigos de la curia.

Luego de citar estos hechos y razonamientos, la exposición de motivos sostiene que si la comunidad internacional ha aceptado la jurisdicción de los mencionados tribunales internacionales para aplicar normas de este orden jurídico, es preciso, por una parte, reconocer su competencia, y por la otra, reconocer el cumplimiento de sus resoluciones y sentencias. Al referirse al tercer párrafo del proyecto de reformas -que abajo examinaré- el documento del Ejecutivo advierte que "el reconocimiento de competencia de tribunales internacionales sería nugatorio si no viene acompañado de la adopción de medidas que permitan ejecutar, de manera eficaz, sus decisiones". Trátase, por supuesto, de observaciones fundadas. Y en este punto hay que destacar nuevamente un rasgo sustancial de la propuesta: no se limita al supuesto de la Corte Penal Internacional, como lo hizo, por ejemplo, la reforma mencionada constitucional francesa;60 más que esto, se dirige a cualesquiera tribunales del orden internacional.

Dice luego la exposición de motivos que ha habido avance y perfeccionamiento en el campo de los derechos humanos, "como resultado del creciente reconocimiento de que este campo ha dejado de pertenecer de manera exclusiva a la jurisdicción interna de los Estados". Es verdad -y en este sentido se pronuncia la corriente dominante del derecho internacional moderno- que el individuo ha adquirido calidad de sujeto del derecho internacional y que el tema de los derechos humanos se ha conver-tido en capítulo sobresaliente del derecho de gentes. Todo ello ha ocurrido principalmente, aunque no exclusivamente, en la segunda postguerra, con el impulso de la Carta de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de Derechos Humanos. Ahora bien, la indudable trascendencia de los derechos humanos del plano doméstico al sistema internacional, ocurre conforme a las normas incorporadas a éste como producto de un esfuerzo convencional que ha ganado amplísimo terreno.61

En la misma línea de pensamiento, la exposición invoca nuevos instrumentos que, sin perjuicio de la responsabilidad internacional de los Estados, permiten juzgar a individuos por violaciones graves de los derechos humanos. Existe, en efecto, ese deslinde: por una parte, la responsabilidad internacional de los Estados por la conducta de sus órganos o agentes -e incluso de otras personas vinculadas a ellos- y por otra parte, la responsabilidad individual de esos sujetos por el comportamiento desarrollado. Aquélla surge en el foro de los tribunales de derechos humanos, que no son instancias penales, aunque se hallen dotados de potestades sancionadoras. La segunda aparece en el espacio de los tribunales penales internacionales, que sujetan a juicio a personas físicas, como lo haría la justicia penal doméstica, conocen de los delitos atribuidos y resuelven las sanciones -de carácter específicamente penal- que corresponde aplicarles. Tales son los tribunales constituidos por el Consejo de Seguridad -siempre objetados por México- para el enjuiciamiento por crímenes perpetrados en la ex-Yugolslavia y en Ruanda.

La exposición hace ver que al suscribir el Estatuto de Roma -acto que se realizó el 7 de septiembre del 2000, en Nueva York, a dos años de la Conferencia de Roma, en la que México se abstuvo de votar- nuestro país observó que suscribía el instrumento:

En la exposición que ahora analizo se creyó conveniente invocar la autoridad de algunos documentos políticos internos. Así, primero, el Plan Nacional de Desarrollo 2001-2006, y luego, el Acuerdo Político para el Desarrollo Nacional, firmado el 7 de octubre del 2001, "mismo que ha sido ratificado por las Mesas Directivas de ambas Cámaras del Congreso de la Unión". No sobra decir que el Plan Nacional de Desarrollo es un acto del Ejecutivo que por sí mismo no obliga fuera de la administración pública, y menos aún compromete reformas constitucionales.62 A su vez, el Acuerdo Político para el Desarrollo Nacional reviste igualmente ese carácter, pero no podría invocarse como fuente de compromisos jurídicos -otra cosa son las intenciones políticas o éticas- que necesariamente se traduzcan en nuevos textos constitucionales. La mencionada "ratificación" del acuerdo por las mesas directivas de ambas cámaras difícilmente podría ser vista como parte de un acuerdo legislativo puntual que traiga consigo cambios específicos en normas constitucionales.

Con fundamento en los hechos y razonamientos hasta aquí reunidos por la exposición de motivos, ésta apunta un par de consecuencias: primero, México está en condiciones de ratificar instrumentos que ya se han sometido al Senado; y segundo, es necesaria una reforma constitucional "para asegurar la plena aplicación de algunos instrumentos y la posibilidad de ratificar otros". Es verdad que nuestro país está en condiciones de ratificar aquellos instrumentos -como en efecto se hizo, en varios casos, al final del año 2001-,63 y también lo es que se requiere una reforma constitucional para alcanzar los objetivos que la segunda afirmación enuncia. Al hacer esto último, parecen quedar a la vista las debilidades o insuficiencias de algunos actos jurídicos ya realizados, es decir, los obs-táculos con los que pudiera tropezar o los vacíos que pudiera encontrar a su paso la plena operación de instrumentos cuyo cumplimiento vincula a nuestro país.

Vayamos ahora a los textos normativos que contiene la reforma constitucional propuesta el 30 de noviembre del 2001. Al llegar a este punto, la exposición de motivos manifiesta que si se aprueba aquélla, el Ejecutivo enviará al Senado, para ratificación, el Estatuto de la Corte Penal Internacional. Pudiera resultar obvia esta secuencia: ante todo, la base constitucional, y sólo después la incorporación del instrumento internacional en el derecho nacional. No obstante, es plausible -jurídica y políticamente- que se haya establecido este orden, tomando en cuenta que en alguna ocasión se han presentado al congreso, de manera simultánea, la propuesta de cambio constitucional y la iniciativa de legislación reglamentaria de aquél, que apenas se estaba promoviendo.64

En la misma circunstancia, la exposición sostiene que la "ratificación (el estatuto) constituiría una muestra clara de apoyo a la vigencia del derecho internacional y de rechazo absoluto a los graves crímenes que son competencia de la corte". Esto último es cierto, indudablemente. Aquello puede ser mirado con ojos más agudos, que lean entre líneas: no faltará quien considere que no sólo habría una "muestra clara de apoyo a la vigencia del derecho internacional", sino también de preponderancia de éste: no en balde se ha reformado la Constitución para incorporar el estatuto en los términos del artículo 133 constitucional y a despecho de otros preceptos que no son compatibles con aquel instrumento; por ende, la norma del derecho de gentes determina el rumbo de la norma del derecho interno. A tal respecto, insisto en la consideración que antes enuncié: el tema se resuelve a la luz de conceptos que informan el orden jurídico en su conjunto, sin necesidad de ingresar en el espinoso tema de la jerarquía entre los ordenamientos constitucional e internacional. Sea esto lo que fuere, es también evidente que la jerarquía normativa, conforme al derecho mexicano, seguiría siendo la que sostiene el artículo 133 constitucional: la Constitución predomina.

Como he dicho, la iniciativa de noviembre propone cambios -bajo la forma de adiciones- al artículo 21 constitucional, un precepto reformado previamente en tres ocasiones: 1982, 1994 y 1996.65 Esta vez la idea de modificar aquel precepto obedece "al hecho de que el reconocimiento que se propone está encaminado a fortalecer la protección de la persona humana y, por tanto, conlleva un régimen que complementa y adiciona aquél que se contiene en las garantías individuales consagradas en el Título I de la propia Carta Magna". La afirmación no basta, en mi concepto, para sustentar la localización del cambio constitucional pretendido. El razonamiento que esgrime el autor de la iniciativa tiene fuerza para insertar el cambio -si éste resultase admisible- en el título I constitucional, pero no necesariamente en el artículo 21.

Efectivamente, el artículo 21 recoge el régimen de la investigación, la persecución y la sanción de los delitos, por parte del Ministerio Público y de los tribunales penales, conforme a sus respectivas atribuciones; así como el régimen de las infracciones de los reglamentos gubernativos y de policía, y el sistema de seguridad pública. Si sólo se pretendiera abrir la puerta para la jurisdicción de la Corte Penal Internacional, sería pertinente concentrar el cambio constitucional en el artículo 21, puesto que se trata, precisamente, de una forma específica -que excluye la genérica, única existente hoy día- de investigación, persecución y enjuiciamiento penal; pero la pertinencia desaparece en la medida en que se quiere integrar en el marco constitucional todo el sistema jurisdiccional internacional atinente a México, que abarca mucho más que el espacio penal.

Ni la operación de la Corte Internacional de Justicia ni la actuación de la Corte Interamericana de Derechos Humanos se relacionan con la materia que aborda el artículo 21. Así, el conjunto se instalaría mejor en otro o en otros preceptos: el 17, el 104 o el propio 133, o bien, un artículo propio. Todos ellos darían mejor acomodo al conjunto. Y vale reiterar aquí que la reforma puede y quizás debe concentrarse en un solo precepto. Insisto: parece innecesario -y sería perturbador- espigar a lo largo de la ley fundamental, aduciendo para ello razones de claridad. La base debe quedar claramente asentada en la Constitución; sus implicaciones en detalle, sin duda relevantes, pueden incorporarse en las correspondientes leyes secundarias -que siempre estarán sujetas, interiormente, a control de constitucionalidad- con o sin un ordenamiento reglamentario específico sobre la integración de normas y resoluciones jurisdiccionales internacionales, en general, al cuerpo del derecho nacional.

El proyecto de artículo único del decreto de reforma indica: "Se adicionan los párrafos quinto y sexto del artículo 21 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, recorriéndose en su orden los actuales quinto y sexto para pasar a ser octavo y noveno y se adicionan los párrafos séptimo a noveno para quedar como sigue:..." En realidad, lo que se plantea es menos complejo y puede ser formulado de manera más sencilla: agregar nuevos párrafos quinto, sexto y séptimo, y correr en seguida la numeración de los párrafos restantes, hasta el final del artículo 21.

El primer párrafo nuevo dispondría: "La jurisdicción de los tribunales internacionales establecidos en tratados de los que los Estados Unidos Mexicanos sean parte, será reconocida en los términos y conforme a los procedimientos establecidos en dichos tratados". La exposición de motivos ha sostenido que el reconocimiento de los procedimientos "resulta fundamental, ya que evitaría incurrir en insuficiencias de tipo procesal al momento de cumplir con los compromisos adquiridos por México". No sobra recordar ahora, trayendo a cuentas lo que antes se dijo, que ese reconocimiento ya se hizo en dos casos -relativos a la Corte Internacional de Justicia y a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, mencionadas antes- y que resulta por lo menos inquietante que se haya adquirido un compromiso sin disponer de los instrumentos necesarios para darle total y puntual cumplimiento, o sin aportar posteriormente los medios jurídicos necesarios para ese fin.

Sobre este primer párrafo, digamos que por ahora sólo aludiría a dichas cortes internacional e interamericana, a cuyo régimen se ha integrado México. Posteriormente, y con sustento en el mismo párrafo, quedaría comprendido el supuesto de la Corte Penal Internacional. Fuera quedan los organismos internacionales no jurisdiccionales: diversos comités y comisiones a los que nuestro país ha reconocido expresamente o cuya injerencia en controversias mexicanas deriva de instrumentos internacionales de alcance más general, como es el caso de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. No pretendo, por supuesto, que los actos de esos organismos reciban el mismo trato que las resoluciones jurisdiccionales, habida cuenta de que se trata de informes o recomendaciones, no de sentencias. Sin embargo, podría definirse el valor de aquéllos en el nuevo marco del derecho internacional recogido por la Constitución mexicana. Esto saldría al paso de dudas y evitaría o solucionaría problemas. La pertinencia de atender el punto se vuelve todavía más notoria si se considera que la tendencia actual favorece el desempeño de aquellos órganos, instituidos por diversos tratados internacionales.

Otro efecto del párrafo analizado sería la definición sobre la jerarquía que guardan las normas nacionales e internacionales,66 con lo que se resolvería la interrogante que surge cuando hay colisión entre unas y otras. El hecho de que exista un criterio jurisprudencial de la Suprema Corte de Justicia -que todavía no es jurisprudencia definida y vinculante- no allana en definitiva este asunto, como lo haría una disposición constitucional.67 En fin de cuentas, el problema se resuelve a favor del tratado, sea por reforma de la ley adversa (sin que por ello se suspenda la efectividad de la jurisdicción internacional), sea por derogación tácita, resultado de la prevalencia o de la sucesión de normas en el tiempo. Empero, la salida que proveería el nuevo párrafo del artículo 21 sólo se aplicaría a las disposiciones internacionales vinculadas con los asuntos jurisdiccionales que ahora examinamos, no a otras materias, que son las más en el conjunto de nuestras relaciones internacionales.

El segundo párrafo propuesto en la iniciativa del 30 de noviembre postula: "En los casos del orden penal, los procedimientos que lleven a cabo dichos tribunales, así como el cumplimiento de sus resoluciones y sentencias, serán reconocidos y ejecutados por el Estado Mexicano de conformidad con lo dispuesto en el tratado internacional respectivo". En la exposición de motivos se hace ver que este texto excluye a los tribunales especiales establecidos por el Consejo de Seguridad de las naciones Unidas, "respecto de los cuales -señala el proyectista- nuestro país ha expresado reservas".

Sobre este mismo párrafo, la propia exposición destaca lo que parece obvio: "el Estado reconocerá y ejecutará las resoluciones y sentencias dictadas por los tribunales internacionales, siempre que sean conforme a los términos de los instrumentos jurídicos que los establecen". Este comentario es equívoco. Pudiera llevar más allá del texto que patrocina, porque aparentemente confiere al Estado la facultad de valorar el fundamento de resoluciones y sentencias. En la práctica, semejante valoración conduciría a discrepancias entre el tribunal que dictó el mandamiento y el Estado que debe atenderlo. Hay experiencia sobre estos debates, cuando ingresan en la polémica sobre la competencia del órgano jurisdiccional que expide la resolución. La ha tenido el sistema interamericano, que sostuvo -como otros tribunales del derecho de gentes- que compete al órgano judicial internacional la denominada compétence de la compétence, es decir, el único y definitivo pronunciamiento sobre su propia competencia.68

Probablemente convendría reconsiderar el párrafo que estamos examinando -segundo de la iniciativa- para buscar una fórmula más concentrada y enfática, que abarque de una vez todo lo que se debe abarcar. En la reconsideración se advertirá la inconveniencia de aludir a "tribunales" penales internacionales, en plural. La posición mexicana y la mayor conveniencia internacional apuntan hacia un solo tribunal. Para ello se llegó al Estatuto de Roma.

El tercer párrafo, que es el último, de la propuesta reformadora indica: "Las resoluciones, así como las sentencias irrevocables emitidas por tales tribunales, gozarán de fuerza obligatoria; las autoridades administrativas y judiciales del fuero federal, común y militar deberán garantizar su cumplimiento conforme a lo dispuesto en las leyes". Desde luego, este párrafo debiera ser el segundo y no el tercero, o bien, constituir una segunda parte del primer párrafo -genérico- porque se refiere a todos los tribunales, no a los penales. Además de este erróneo emplazamiento, la expresión propuesta sugiere algunas consideraciones que formulo en seguida.

No hay duda sobre la necesidad de prevenir el cumplimiento de todas las resoluciones del órgano juridiccional internacional, no sólo de las que poseen carácter de sentencia. Muchas que no lo tienen serán, sin embargo, indispensables en el curso del procedimiento: requerimientos de colaboración, detención, obtención de pruebas, entrega de inculpados, etcétera. Conviene aludir a resoluciones de los tribunales, en general, sin incurrir en categorías: resoluciones, una de ellas, y sentencias irrevocables, la otra. Evidentemente, las sentencias -revocables e irrevocables, interlocutorias o de fondo- pertenecen al género de las resoluciones. Si sólo se alude a éstas queda abarcado, como es necesario hacerlo, todo el universo de los actos resolutivos que provienen de un órgano jurisdiccional.

Se pretende que las resoluciones gocen de fuerza obligatoria. Convendría buscar un giro más preciso y directo. Por ejemplo, se podría señalar -siguiendo aquí el rumbo adoptado por el convenio de sede entre el Gobierno de Costa Rica y la Corte Interamericana de Derechos Humanos- que las decisiones de la corte internacional serán inmediatamente ejecutables, en los mismos términos en que lo sean las resoluciones de la jurisdicción nacional.69

Me parece equívoca la expresión "garantizar su cumplimiento -de las resoluciones y sentencias- conforme a lo dispuesto en las leyes", garantía que constituirá un deber específico de las autoridades. Esta forma de presentar el punto franquea la posibilidad de incorporar en leyes internas requisitos o condiciones que hagan ilusoria la jurisdicción internacional.

El párrafo comentado se refiere a las autoridades administrativas y judiciales del fuero federal, común y militar como garantes del cumplimiento de las resoluciones internacionales. Se entiende que la referencia corresponde, por igual, a todas las autoridades de esa naturaleza, independientemente de la posición que guarden en la jerarquía de la función o del servicio: lo mismo el más modesto tribunal que la Suprema Corte de Justicia (posibilidad que ha suscitado planteamientos interesantes),70 igual el servidor de policía que el presidente de la república. Aún así, esta disposición no contempla el amplio campo que es preciso considerar. Efectivamente, no existe referencia a la fuerza de aquéllas con respecto a los órganos autónomos del Estado, establecidos fuera de los tres poderes tradicionales, y a propósito de las autoridades legislativas. Es posible que el punto no se plantee en la hipótesis de tribunales penales, pero ciertamente se puede presentar en los supuestos de la Corte Internacional de Justicia o la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En algún caso ha ocurrido que la violación del Pacto de San José proviene de una norma general, no solamente de un acto administrativa o una resolución judicial.71

Se dirá que el pronunciamiento del tribunal internacional difícilmente podría obligar a un cuerpo legislativo, deliberante y plural, a adoptar normas en el sentido que aquél disponga. Esta objeción debe ser analizada en sus diversas vertientes. Si se trata de una norma doméstica que contraviene una convención internacional, la consecuencia de la resolución jurisdiccional podría ser la invalidación de dicha norma con efectos erga omnes, como sucede en las controversias constitucionales y en el procedimiento de inconstitucionalidad desencadenado por la acción respectiva,72 y como debiera ocurrir en el amparo contra normas generales cuando admitamos, por fin, la pertinencia de abandonar el principio de efectos relativos de la sentencia en estos casos.73 La solución es más compleja si se trata, en cambio, de la carencia de normas indispensables para garantizar el cumplimiento de compromisos internacionales. Habría que idear la fórmula que resuelva el punto, y para ello se podría explorar figuras paralelas en el derecho comparado, como los recursos de inconstitucionalidad por omisión de los sistemas portugués y brasileño.

Un problema especial, dentro de esta misma categoría de cuestiones, se presentaría si el Poder Legislativo no dictara, con oportunidad o suficiencia, las disposiciones necesarias para el cumplimiento interno de las resoluciones jurisdiccionales internacionales. Si la garantía de éste gravita sobre las autoridades administrativas y judiciales, pero no sobre las legislativas, también aquéllas pudieran verse privadas de la posibilidad de asegurar lo que se pretende de ellas: para hacerlo, en un régimen de atribuciones regladas, sería preciso que dispusieran del procedimiento idóneo, que sólo puede fijar -en un buen número de casos- la autoridad legislativa.

El proyecto contiene un solo precepto transitorio, que resuelve la vigencia de la reforma al día siguiente de su publicación en el Diario Oficial de la Federación. Creo que debiera disponerse de una razonable vacatio legis, que sirva al Poder Legislativo para preparar el aparato jurídico que reciba, en el plano secundario, las consecuencias de la reforma constitucional. En ese mismo periodo se debieran tomar las providencias necesarias para difundir ampliamente en foros y escuelas de derecho, así como en los correspondientes despachos del servicio público la información pertinente sobre el texto final de la reforma y sus implicaciones de diverso orden.

VI. CONCLUSIONES

En conclusión, considero pertinente que México ingrese al sistema de la Corte Penal Internacional, no porque éste signifique una incuestionable o ejemplar solución del antiguo problema de la justicia penal en el derecho de gentes, sino porque constituye una alternativa mejor que la contraria. No repetiré aquí las consideraciones con las que inicié este análisis. En ellas expongo mis razones para sugerir la ratificación del estatuto, y por ende la revisión constitucional que la haga posible. Se necesita, pues, una decisión jurídico-política que examine esta cuestión, pondere seriamente sus implicaciones, estudie las opciones a la mano y decida, a la luz pública y con adecuado fundamento, lo que sea mejor para la nación, la preservación de sus valores y principios y la atención al tema esencial de los derechos humanos, que siguen siendo y deben ser siempre -como lo proclamó la Constitución de Apatzingán, en el remoto 1814- el objeto del gobierno y el fin de la asociación política.

También estimo acertado resolver de una vez, a propósito de esta cuestión, pero sin restringirse a ella, el tema de la jurisdicción internacional desde la perspectiva del Estado mexicano. La preceptiva actual es manifiestamente insuficiente. Esta insuficiencia puede generar problemas delicados no sólo en lo que concierne a la justicia penal internacional, que aún no hemos reconocido, sino en lo que respecta a las otras jurisdicciones que ya aceptamos. Si aquella forma parte de nuestro futuro -un porvenir cada vez más cercano, aunque por ahora pudiera no ser inmediato- las otras son parte de nuestro presente. Hemos dado los pasos que nos vinculan a esas jurisdicciones, pero no hemos provisto todos los medios aplicativos inherentes a nuestro compromiso expreso.

La previsión constitucional de esta materia puede alcanzarse con diversas fórmulas. En la alternativa entre reformar un solo precepto, para alojar ahí la regulación verdaderamente indispensable -en forma de base, no de reglamento- o modificar varios preceptos, abarcando los distintos temas específicos en que las normas del estatuto difieren de las normas constitucionales, me inclino por la primera solución. Tiene en su favor una razón importante: es suficiente. Si se pretende resolver en conjunto el tema de las diversas jurisdicciones internacionales, no solamente el de la justicia penal, habrá que ponderar el emplazamiento de la reforma. Tal vez no debiera instalarse en el artículo 21, demasiado circunscrito a las cuestiones penales, sino en otro precepto. Ya mencioné, a título de ejemplos, los artículos 17, 104 y 133, así como la posibilidad de un ar-tículo específico sobre esta cuestión.

Vuelvo a las consideraciones con las que inicié este ensayo. Conviene que nuestro país se incorpore en la mejor corriente del derecho internacional contemporáneo. Esa incorporación sería consecuente con las convicciones humanistas y justicieras que han campeado en el largo y laborioso proceso evolutivo del derecho patrio. Evidentemente, no desaparecerá el crimen internacional cuando la corte se instale. Esta no podría aspirar a semejante efecto milagroso. Pero es posible que la certeza de que no habrá impunidad para los responsables de crímenes gravísimos alcance a retraer, en alguna medida apreciable, la aparición de estos delitos.

En un discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, el presidente de la Corte Penal Internacional para la ex-Yugoslavia, Antonio Cassese, recordó que en 1932 el ilustre científico Albert Einstein se dirigió a Sigmund Freud para conocer su opinión sobre la posibilidad de eliminar en definitiva el flagelo de la guerra. El psicoanalista austriaco repuso que dificilmente se podrían suprimir las tendencias agresivas del ser humano. Empero, sería factible recurrir a "medidas paliativas" que las mitigaran. Y en opinión del magistrado Cassese, la corte para la ex-Yugoslavia formaba filas entre esas medidas.74 Tal es el valor que podemos asignar a la Corte Penal Internacional. No es poca cosa: a título de paliativo, moderador de la violencia, pudiera salvar muchas vidas. Una sola de ellas justificaría su existencia.

*Exposición en el Tercer Congreso Internacional de Derecho Penal "Las implicaciones dogmáticas y político-criminales del proceso de globalización y de la internacionalización del derecho penal". México, 22-26 de abril de 2002. La descripción que aquí se hace, corresponde al estado que guardaba dicho asunto hasta el 23 de abril de 2002. Este trabajo fue aportado por el autor a la obra colectiva en homenaje al distinguido jurista Rodolfo E. Piza E., expresidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, preparada con el patrocinio de la Corte Suprema de Costa Rica -de la que también fuera miembro, hasta su fallecimiento, el doctor Piza- el Instituto Interamericano de Derechos Humanos y la mencionada Corte Interamericana.

** Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. Juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Notas:
1 En los términos de su artículo 126.1, el estatuto "entrará en vigor el primer día del mes siguiente al sexagésimo día a partir de la fecha en que se deposite en poder del Secretario General de las Naciones Unidas el sexagésimo instrumento de ratificación, aceptación, aprobación o adhesión". Toda vez que esta condición se satisfizo el 11 de abril del 2002, el instrumento tendrá vigencia el 1o. de julio del mismo año. Antes de esa fecha se disponía de 56 ratificaciones; el 11 de abril se agregaron Camboya, Rumania, Bulgaria, Eslovaquia y Mongolia. Cfr. El Universal, México, 11 de abril de 2002, p. A17. Si un Estado lo ratifica, acepta o aprueba, o se adhiere a él después del 11 de abril citado, el estatuto adquirirá vigencia con respecto a ese Estado "el primer día del mes siguiente al sexagésimo día a partir de la fecha en que haya depositado su instrumento de ratificación, aceptación, aprobación o adhesión".
2 En el que hay puntos de referencia notables. Uno de ellos fue la inaplicación del Tratado de Versalles (artículos 227-230) en lo relativo al enjuiciamiento del ex-káiser Guillermo II, refugiado en Holanda, bajo el cargo de "delito supremo contra la moral internacional y la autoridad sagrada de los tratados"; otro, la frustración del propósito (Ginebra, 1937) de contar con tratados internacionales sobre represión del terrorismo y establecimiento del correspondiente tribunal internacional, a raíz del atentado (Marsella, 9 de octubre de 1934) que costó la vida al rey de Yugoslavia y al ministro francés Barthou, en Marsella.
3 En concepto de Hans-Heinrich Jescheck, esas condiciones, que derivan de las tesis sostenidas en los juicios de Nüremberg, se concentran en tres principios: a) responsabilidad penal directa del individuo según el derecho internacional; b) supremacía del derecho internacional penal frente al derecho estatal, y c) exclusión de la teoría del "acto de soberanía". Jescheck, Hans-Heinrich, Tratado de derecho penal. Parte general, trad. S. Mir Puig y F. Muñoz Conde, Barcelona, Bosch, vol. I, 1981, pp. 166 y 167.
4 Para lograr el "objetivo civilizador" que se pretende hay dos caminos en derecho internacional, escribe Juan Antonio Carrillo Salcedo: "la expansión del ámbito de jurisdicción penal de los Estados respecto de los delitos contra la comunidad internacional y el Derecho de gentes", y "de otra parte, la creación de Tribunales Penales Internacionales". Carrillo Salcedo, Juan Antonio, "Presentación", en id. (coord.), La criminalización de la barbarie: la Corte Penal Internacional, Madrid, Consejo General del Poder Judicial, 2000, pp. 19-20. En torno a la jurisdicción nacional ampliada, por obra del principio de jurisdicción universal, cfr. el reciente artículo de Toro Huerta, Mauricio Iván del y Barrena, Guadalupe, Cauces, México, UNAM, Facultad de Derecho, año I, núm. 2, abril-junio de 2002, pp. 20 y ss.
5 Aunque ha habido, por supuesto, numerosos foros de análisis del tema, con participación nacional e internacional, y cierta deliberación en círculos parlamentarios y de opinión pública. En el Senado, la discusión avanzó a raíz del envío de la iniciativa de reforma al artículo 21 constitucional de la que me ocupo en ese artículo, y en la víspera de que se contara con las sesenta ratificaciones indispensables para la vigencia del estatuto. Cfr. El Universal, México, 11 de abril, p. A-16.
6 México suscribió el estatuto en Nueva York, ad referendum, el 7 de septiembre del 2000. En la deliberación sobre este punto se expresaron pareceres encontrados. En contra de la suscripción se manifestó: a) contraviene el artículo 133 constitucional, porque no es admisible la "celebración" de un tratado (facultad del Ejecutivo en virtud del artículo 89, fracción X, de la ley suprema) si al momento de hacerla subsisten problemas de constitucionalidad; b) vulnera el artículo 1o. constitucional, en cuyos términos las garantías establecidas en la ley fundamental "no podrán restringirse ni suspenderse, sino en los casos y con las condiciones que ella misma establece"; c) desatiende el artículo 15, que prohíbe celebrar tratados en virtud de los cuales se alteren las garantías constitucionales del hombre y el ciudadano; y d) la suscripción genera obligaciones derivadas de la Convención de Viena sobre Tratados: abstenerse de actos que fruestren el objeto y fin de un convenio. A favor de la suscripción se adujo: a) es necesario desvanecer la idea de que la abstención de México en Roma significa falta de compromiso con los objetivos de la corte; b) no es conveniente que México quede al margen de una corriente internacional plausible y consecuente con los principios del Estado de derecho y el destierro de la impunidad; c) la celebración del tratado no se agota cuando lo suscribe el Ejecutivo, sino cuando se deposita el instrumento de ratificación: sólo entonces se actualiza el compromiso del Estado con respecto al asunto de la convención; y d) la firma sería ad referendum.
7 Regulada por la parte XI del estatuto (artículo 112), que tiene importantes atribuciones, entre ellas las relativas a la aprobación de las recomendaciones de la Comisión Preparatoria y el conocimiento y decisión acerca de enmiendas al convenio de Roma (que también puede encomendarse a una Conferencia de Revisión, conforme al artículo 121; una conferencia de este carácter, convocada siete años después de que entre el vigor el estatuto, examinará las enmiendas propuestas hasta ese momento, en los términos del artículo 123).
8 Puesto que siempre existe la posibilidad de denunciar el tratado mediante notificación escrita al secretario general de las Naciones Unidas, y la denuncia surtirá efectos (pero no eximirá al Estado de las obligaciones contraídas mientras fue parte en el tratado) un año después de que se reciba la notificación, salvo que en ella se indique una fecha posterior.
9 El ejemplo es obvio: los atentados terroristas del 11 de septiembre en Washington y Nueva York pusieron en movimiento una reacción defensivo-ofensiva que se articuló en un orden jurídico específico, cuyos aspectos más relevantes se localizan en la Military Order del presidente de Estados Unidos de América, del 13 de noviembre de 2001 (Detention, treatment and trial of certain non-citizens in the war against terrorism).
10 Al término de la Primera Guerra Mundial se pretendió, sin éxito, el enjuiciamiento internacional del exkáiser de Alemania, Guillermo II de Hohenzollern. Así se pervino en el Tratado de Versalles (artículo 227).
11 Sheldon Glueck escribió: "La historia de la acción cumplida contra los criminales de guerra germanos bajo el Tratado de Versalles sirve de ejemplo de lo que no debe hacerse de nuevo como base para un programa justo y realista de las Naciones Unidas". Criminales de guerra. Su proceso y castigo, trad. Carlos Liacho, Buenos Aires, Ed. Anaquel, 1946, p. 27. La detallada crítica que formula el profesor estadounidense va más allá, por supuesto, de la impunidad del ex-káiser; abarca los casos de otros responsables, en los llamados "juicios de Leipzig".
12 El correspondiente a la ex-Yugoslavia fue creado por acuerdo del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas del 22 de febrero de 1993; el relativo a Ruanda, lo fue por resolución del mismo consejo, del 8 de noviembre de 1994.
13 A favor de estos tribunales especiales se aduce que han llegado a ser instituciones judiciales internacionales viables, han contribuido a la construcción de la paz en sociedades que estuvieron en guerra, y han introducido criminal accountability en la cultura de las relaciones internacionales. Cfr. Akhavan, Payam, "Beyond impunity: can international criminal justice prevent future atrocities?", American Journal of International Law, vol. 95, núm. 1, enero de 2001.
14 La Comisión de Derecho Internacional de Naciones Unidas consideró cuatro posibilidades para el establecimiento de la corte: resolución de la Asamblea General, resolución del Consejo de Seguridad, reforma de la Carta de San Francisco o tratado internacional, que permitiera la posterior vinculación de la corte con las Naciones Unidas. Por razones prácticas se aceptó esta última posibilidad, que suscitaría menos objeciones y enfrentaría menos obstáculos. Cfr. Zafra Espinosa de los Monteros, Rafael, "El establecimiento convencional de la Corte Penal Internacional: grandeza y servidumbre", en Carrillo Salcedo, Juan Antonio, La criminalización..., cit., nota 4, pp. 159 y 160.
15 En el Preámbulo del Estatuto de Roma, conjuntamente con el artículo 1o. del mismo instrumento, aparecen las características del órgano jurisdiccional: "una Corte Penal Internacional de carácter permanente, independiente y vinculada con el sistema de las Naciones Unidas que tenga competencia sobre los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto", y que sea "complementaria de las jurisdicciones penales nacionales". Las descripciones sobre competencia y funcionamiento de la corte son abundantes. En la más reciente doctrina mexicana, cfr. Guevara, José Antonio, "La suplementariedad del Estatuto de Roma respecto de la protección de los derechos humanos y de la responsabilidad internacional de los Estados", en Corcuera Cabezut, Santiago, y Guevara Bermúdez, José Antonio (comps.), Justicia penal internacional, México, Universidad Iberoamericana, 2001, pp. 129 y ss.
16 Aunque varios Estados que abarcan a buena parte de la humanidad se hallarán fuera de ese régimen; así, China, la India y Estados Unidos de América.
17 En contra votaron: Estados Unidos de América (que suscribió el tratado el 31 de diciembre del 2000), China, la India, Israel (que suscribió el 31 de diciembre del 2000), Turquía, Filipinas y Sri Lanka. Se abstuvieron México y otros veinte países. Sobre la posición de una parte relevante del congreso estadounidense, es particularmente significativo el artículo publicado por el senador Jesse Helms, presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, en el diario londinense Financial Times, del 31 de julio de 1998, bajo el elocuente título "We must slay this monster", en la inteligencia de que el "monstruo" es la Corte Penal Internacional. Este tribunal -señala Helms- "pretende someter a juicio la política de seguridad de Estados Unidos de América". Añadió: "Mientras yo siga respirando, Estados Unidos de América nunca permitirá -y repito, nunca- que sus decisiones sobre seguridad nacional sean juzgadas por una Corte Penal Internacional". Carrillo Salcedo, Juan Antonio, "Presentación", cit., nota 4, pp. 25 y 26. En la misma línea adversa a las jurisdicciones internacionales, cfr. Kissinger, Henry, "Las trampas de la jurisdicción universal", Foreign Affairs en español, México, ITAM, vol. 1, núm. 3, otoño-invierno 2001, pp. 87 y ss. Este artículo es una adaptación del libro Does America needs a foreign policy? Toward a diplomacy for the 21st Century. Cuando Estados Unidos de América suscribió el tratado, el presidente Clinton hizo ver que así ese país podría influir en la evolución de la corte, cosa que no ocurriría si se abstenía de suscribir. Cfr. International Human Rights Law Institute, University Depaul, Progress report on the ratification and national implementing legislation of the Statute for the establishment of an International Criminal Court, 19 de febrero de 2001, p. 8. Obviamente, esta posición estadounidense ha suscitado la crítica de los sostenedores de la corte. Cfr. Garzón Real, Baltasar, "Corte Penal Internacional: una iniciativa de paz", El Universal, México, 12 de abril del 2002, p. A22.
18 Así, en la fracción X del artículo 89 constitucional. Véase el proceso de reforma de este precepto, en 1987 y 1988, en Derechos del pueblo mexicano. México a través de sus Constituciones, México, Cámara de Diputados del H. Congreso de la Unión, LV Legislatura, 4a. ed., 1994, t. IX, pp. 551 y ss., con comentario de Manuel González Oropeza. Asimismo, cfr. Sepúlveda, Bernardo, "Los valores éticos y el orden jurídico mexicano. La perspectiva del derecho internacional", en García Ramírez, Sergio (coord.), Los valores en el derecho mexicano. Una aproximación, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas-Fondo de Cultura Económica, 1997, pp. 393 y ss.; Gómez-Robledo Verduzco, Alonso, "Elevación a rango constitucional de los principios de política exterior", Boletín Mexicano de Derecho Comparado, nueva serie, México, año XXI, núm. 63, septiembre-diciembre de 1998, pp. 1165 y ss.; Becerra Ramírez, Manuel, Derecho internacional público, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas-McGraw-Hill, 1997, pp. 66 y 67.
19 Cfr. González Avelar, Miguel, Clipperton, isla mexicana, México, Fondo de Cultura Económica, 1992, esp. pp. 137 y ss. Por otra parte, cfr. Martínez Báez, Antonio, "Informe sobre las investi- gaciones realizadas en varios archivos y bibliotecas sobre el descubrimiento de la Isla de la Pasión o de Clipperton, en el Océano Pacífico", Obras. Ensayos históricos, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Coordinación de Humanidades, t. II, 1996, pp. 191 y ss.
20 Cfr. Fix-Fierro, Héctor y López-Ayllón, Sergio, "El Tratado de Libre Comercio de América del Norte y la globalización del derecho. Una visión desde la sociología y la política del derecho", en Witker, Jorge (coord.), El Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Análisis, diagnóstico y propuestas jurídicas, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1993, t. I, pp. 49 y 50. También cfr. Witker, Jorge y Hernández, Susana, "Resolución de controversias en materia de antidumping y cuotas compensatorias en el TLCAN", y Serrano Migallón, Fernando, "El capítulo XX: disposiciones institucionales y procedimientos para la resolución de controversias", op. cit., en esta misma nota, t. II, pp. 231 y ss., y pp. 271 y ss., respectivamente. Un punto de vista crítico, en Sepúlveda, Bernardo, "Los valores éticos...", cit., nota 18, pp. 405 y 406. En cuanto a la relación entre México y la Unión Europea, cfr. Ortiz Ahlf, Loretta, "La solución de controversias en los acuerdos celebrados entre la Unión Europea y México", Jurídica, México, núm. 30, 2000, pp. 285 y ss.
21 Además del planteamiento previo, México hizo una declaración general en el inicio de la Conferencia. Cfr. Conferencia Especializada Interamericana sobre Derechos Humanos, San José, Costa Rica, 7-22 de noviembre de 1969. Actas y documentos (OEA/Ser. K/XVI/1.2), Washington, D. C., Secretaría General, Organización de los Estados Americanos, p. 152.
22 Acerca de la progresiva cautela de México en este tema, cfr. Sepúlveda, César, Estudios sobre derecho internacional y derechos humanos, México, Comisión Nacional de Derechos Humanos, 1991, p. 141.
23 Desde la Constitución de Apatzingán, heredera de las declaraciones estadounidense y francesa. En aquélla -seguida por la Constitución de 1917- el artículo 24 proclamó: "La felicidad del pueblo y de cada uno de los ciudadanos consiste en el goce de la igualdad, seguridad, propiedad y libertad. La íntegra conservación de estos derechos es el objeto de la institución de los gobiernos y el único fin de las asociaciones políticas". Sobre la relevancia de los derechos humanos en aquella carta histórica, cfr. Díaz Ballesteros, Enrique, Visión y herencia de una Constitución. Decreto constitucional para la libertad de la América Mexicana. 22 de octubre de 1814, Morelia, gobierno del estado de Michoacán de Ocampo/Universidad Latina de América, 2001, pp. 137-139.
24 La cláusula consta en el artículo 62 de la convención: los Estados pueden reconocer en cualquier momento -sea al depositar el instrumento de ratificación o adhesión, sea en otra oportunidad- la competencia de la corte para resolver casos relativos a la interpretación o aplicación del Pacto de San José; en tal hipótesis, esa competencia tendrá el carácter de obligatoria; la declaración del Estado puede ser incondicional o sujetarse a condición de reciprocidad; podrá contraerse a casos específicos o tener vigencia durante un plazo determinado.
25 Cfr. Conferencia Especializada..., Actas y documentos, cit., p. 244 (sic).
26 Me remito a lo expuesto en García Ramírez y Toro Huerta, "México y la Corte Interamericana de Derechos Humanos", en García Ramírez, Sergio (coord.), La jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2001, pp. 21 y ss.
27 Para un examen general de los argumentos a favor y en contra de la incorporación de México al Estatuto de Roma, cfr. Canchola, Ulises, "Análisis de compatibilidad entre el Estatuto de Roma y las Constituciones. El caso mexicano y la experiencia comparada", en Corcuera y Guevara (comps.), Justicia penal..., cit., nota 15, pp. 225 y ss.
28 Entre las más recientes expresiones, figura la del distinguido jurista Juventino V. Castro, ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, recogida en el diario La Jornada del lunes 15 de abril del 2002, bajo un elocuente título: "La Corte Penal Internacional, 'trampa a la soberanía'".
29 El denominador común del derecho penal internacional es "la protección de ciertos intereses que representan valores comúnmente compartidos por la sociedad mundial". Las divergencias doctrinales entre el derecho penal y el derecho internacional "han determinado que el derecho penal internacional se configure como una 'personalidad dividida', característica que ha dificultado su desarrollo". Bassiouni, M. Cherif, Derecho penal internacional. Proyecto de Código penal internacional, trad. de José L. de la Cuesta Arzamendi, Madrid, Tecnos, 1983, p. 77.
30 Pero la dogmática es el puente entre el establecimiento de los principios y su recepción adecuada en los textos legales; por ello implica un importante factor de garantía para el individuo. Cfr. mi artículo "Criminología, dogmática y política penal", en varios autores, Política criminal, derechos humanos y sistemas jurídicos en el siglo XXI. Volumen en homenaje al profesor y doctor Pedro R. David, Buenos Aires, Depalma, 2001, pp. 309 y ss., así como las opiniones -citadas en aquel trabajo- de Muñoz Conde, Francisco y García Arán, Mercedes, Derecho penal. Parte general, Valencia, Tirant lo Blanch, 1996, p. 201; y Bunster, Álvaro, "Consideraciones en torno de la dogmática penal", Boletín Mexicano de Derecho Comparado, nueva serie, año XXX, núm. 90, 1997, p. 949.
31 El proceso de enmienda se halla regido por el artículo 121. Abarca diversos supuestos, con sus respectivas implicaciones. El primer párrafo advierte: "Transcurridos siete años desde la entrada en vigor del presente estatuto, cualquier Estado Parte podrá proponer enmiendas a él...".
32 Juan Antonio Yáñez-Barnuevo, jefe de la delegación española en la Conferencia de Roma, señala que "el factor que más pesó en el éxito de las labores de la conferencia... radicó en la alianza no escrita entre dos grupos muy diferentes pero unidos por la voluntad de hacer que el mundo contase con un verdadero tribunal penal internacional en los albores del siglo XXI. Me refiero, por un lado, a la Coalición de Organizaciones no Gubernamentales para la Corte Penal Internacional... y, por otro, al Grupo de Estados Afines". Yáñez-Barnuevo, Juan Antonio, "El papel del grupo de Estados afines en la elaboración y el desarrollo del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional", en Corcuera y Guevara (comps.), Justicia penal..., cit., nota 15, p. 166. En el mismo volumen figuran artículos (pp. 235 y ss.) sobre "El rol y la agenda de la sociedad civil organizada en el proceso de establecimiento de la Corte Penal Internacional", de Mariclaire Acosta (México), Alda Facio (Costa Rica) y Francisco Soberón (Perú), respectivamente.
33 Ambos Kai, miembro de la delegación alemana en la Conferencia de Roma, ha escrito: "La estructura del estatuto no sigue criterios lógico-objetivos sino que representa el resultado de un proceso de discusión político-jurídico de muchos años, marcado por la búsqueda de soluciones susceptibles de consenso y de máxima predisposición de compromiso. Se intentó, pero no fue posible, llegar a soluciones maduras en el plano dogmático y jurídicamente libres de contradicción; tan sólo se logró refundir los diferentes intereses político-criminales de las delegaciones de los Estados en una forma aceptable para todos. La arriesgada empresa entre una persecución penal eficiente y una consideración adecuada a los intereses de la soberanía estatal se evidencia precisamente en las partes del estatuto más significativas desde la perspectiva política; en particular, en las disposiciones sobre la competencia judicial (jurisdiction), sobre los delitos y sobre la cooperación con la corte. De otro lado, también es evidente que las peculiaridades del objeto de las negociaciones -el dominio jurídico-material y procesal del injusto de derecho penal internacional- hacen necesarias soluciones que superen los simples conocimientos de derecho comparado". Kai, Ambos, "Sobre el fundamento jurídico de la Corte Penal Internacional. Un análisis del Estatuto de Roma", trad. de Miguel Ángel Iglesias Río y Lucía Martínez Garay, en id. y Guerrero, Óscar Julián (comps.), El Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 1999, p. 102.
34 Cfr. González Gálvez, Sergio, "La Corte Penal Internacional", en Corcuera y Guevara (comps.), Justicia penal..., cit., nota 15, pp. 11 y ss.; y La Corte Penal Internacional, el uso de las armas convencionales en caso de conflicto armado y la injerencia con fines humanitarios. Tres temas básicos del derecho internacional humanitario, México, Secretaría de la Defensa Nacional, 2000, pp. 4 y ss. Asimismo, cfr. Fernández Doblado, Luis, "Tribunal Penal Internacional", en Criminalia, México, año LXIV, núm. 3, septiembre-diciembre de 1998, pp. 226-228.
35 El estatuto no permite reservas (artículo 120). Hay que tomar en cuenta, además, que la expresión de reservas hubiera enfrentado difíciles obstáculos, habida cuenta del límite que tienen conforme al derecho internacional de los tratados: no pueden contrariar o afectar la convención en aspectos esenciales. Queda pendiente la posibilidad de formular declaraciones interpretativas, que difícilmente podrían satisfacer los planteamientos de fondo de muchos Estados.
36 Así, por ejemplo, "Las reparaciones en el sistema interamericano de protección de los derechos humanos", en García Ramírez, Estudios jurídicos, México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2000, pp. 438 y ss. (este trabajo aparece también en: Jornadas J. M. Domínguez Escovar en homenaje a la memoria del R. P. Dr. Fernando Pérez-Llantada; S. J.: "Los derechos humanos y la agenda del tercer milenio", Caracas, 2000, pp. 601 y ss.); y "Cuestiones ante la jurisdicción internacional", Cuadernos Procesales, México, año V, septiembre de 2001, pp. 21 y ss.
37 Examino estos puntos, así como otras cuestiones conexas y relevantes, en mi libro Los derechos humanos y la jurisdicción interamericana, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2002 (en prensa).
38 Así, conforme a los artículos 1 y 2 de la citada Convención Americana. El artículo 1.1, bajo el epígrafe "Obligación de respetar los derechos", señala: "Los Estados partes en esta convención se comprometen a respetar los derechos y libertades reconocidos en ella y a garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona que esté sujeta a su jurisdicción, sin discriminación alguna...". El artículo 2, con el rubro "Deber de adoptar disposiciones de Derecho interno", indica: "Si el ejercicio de los derechos y libertades mencionados en el artículo 1 no estuviere ya garantizado por disposiciones legislativas o de otro carácter, los Estados partes se comprometen a adoptar, con arreglo a sus procedimientos constitucionales y a las disposiciones de esta convención, las medidas legislativas o de otro carácter que fueren necesarias para hacer efectivos tales derechos y libertades".
39 Al respecto -en general- cfr. mi artículo "El futuro del sistema interamericano de protección de los derechos humanos", en García Ramírez (coord.), La jurisprudencia..., cit., nota 26, pp. 1127-1129 (versión ampliada de mi intervención en el II Curso Interamericano "Sociedad civil y derechos humanos", San José, Costa Rica, Instituto Interamericano de Derechos Humanos, 12 de noviembre del 2000).
40 Este principio de complementariedad o subsidiariedad de la jurisdicción internacional con respecto a la nacional, que mantiene su función primordial y preferente, constituye un rasgo destacado del Estatuto de Roma, que contribuye a justificar su adopción por los Estados. Otra cosa ocurre en los casos de los tribunales para la ex-Yugoslavia y Ruanda; en éstos, es preferente y excluyente la jurisdicción internacional. El mismo principio de complementariedad rige en el sistema de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
41 Al respecto, véanse las razones de México en los diversos trabajos citados en este artículo a propósito de la posición de nuestro país en Roma. Cfr. asimismo, de fecha inmediata posterior a la confe- rencia especializada, el artículo "México y la Corte Penal Internacional", de Sergio González Gálvez, publicado en el diario Reforma del 12 de agosto de 1998, p. 12; del propio González Gálvez, "México y la Corte Penal Internacional", Revista Mexicana de Política Exterior, México, nueva época, núms. 55-56, febrero de 1999, pp. 44 y ss.
42 Cfr. García Ramírez, "Justicia penal internacional (Comentario sobre la Corte Penal Internacional)", Criminalia, México, año LXXVI, núm. 3, septiembre-diciembre de 2000, pp. 183 y ss.; El Foro, México, 12a. época, t. XIV, núm. 1, 1er. semestre de 2001, pp. 1 y ss.; y Ruptura, Quito, Ecuador, t. I, núm. 43, 2000, pp. 27 y ss. Las observaciones en puntos de constitucionalidad pueden verse en los estudios de González Gálvez citados supra e infra en este artículo (notas 34, 41, 42, 47-49 y 59), así como en los trabajos de Castro Villalobos, José Humberto y González Casanova, Joaquín, "Análisis de compatibilidad entre el Estatuto de Roma y las Constituciones. El caso mexicano y la experiencia comparada", en Corcuera y Guevara (comps.), Justicia penal..., cit., nota 15, pp. 213 y ss.
43 Además de los desacuerdos normativos, hay ciertos vacíos o lagunas legislativas que habría que colmar a la hora de ratificar el estatuto, en su caso. No me ocuparé de esto in extenso, pero conviene mencionar desde luego la carencia de diversos tipos penales en la legislación vigente en México, tipos que se hallan previstos -con técnica discutible, en muchos casos- en el Estatuto de Roma. Se suele subrayar este problema a propósito de la legislación penal militar, que aún no ha incorporado las figuras delictivas previstas en los Convenios de Ginebra, no obstante que México es Estado parte en éstos: convenio (I) para mejorar la suerte de los heridos y enfermos de las fuerzas armadas en campaña (artículos 49 y 50); convenio (II) para mejorar la suerte de los heridos, enfermos y náufragos de las fuerzas armadas en el mar; convenio (III) relativo al trato a los prisioneros de guerra (artículos 129 y 130), y convenio relativo a la protección de personas civiles en tiempos de guerra (artículos 146 y 147). Si se incurriera en alguno de estos delitos sin contar con la legislación nacional adecuada para enjuiciarlos, la controversia se trasladaría inmediatamente a la Corte Penal Internacional, sin oportunidad para que operase la justicia mexicana. Sin embargo, hay que explorar la posibilidad de que los jueces (ordinarios) nacionales apliquen directamente los tratados de derecho humanitario, con sujeción a lo dispuesto en el artículo 6o. del Código Penal Federal: "Cuando se cometa un delito no previsto en este Código, pero sí en una ley especial o en un tratado internacional de observancia obligatoria en México, se aplicarán éstos, tomando en cuenta las disposiciones del libro primero del presente Código y, en su caso, las conducentes del libro segundo". Dentro de esta posibilidad -que debe ser examinada- podría surgir también la competencia de los órganos de la justicia militar mexicana, merced al artículo 57, fracción II, del Código de Justicia Militar, que asigna carácter militar a los delitos del orden federal cuando en su comisión participen militares en los términos de los incisos a) a e) de dicha fracción. Los delitos previstos en un tratado internacional son de naturaleza federal, si se atiende a lo dispuesto por el artículo 50, fracción I, inciso a) de la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación.
44 ¿Son o no elementos del tipo penal? De serlo, las descripciones típicas provendrían del estatuto mismo y de los mencionados elementos, que no tienen la misma jerarquía normativa que aquéllos. Cherif Bassiouni ha sostenido que "no suponen una enmienda del estatuto ni complementan la definición de los crímenes actualmente contenida en los artículos 6, 7 y 8. Son meramente elementos de carácter indicativo para la corte relativos a aquello que será preciso probar respecto de los crímenes". Bassiouni, Cherif, "Note explicative sur le Statut de la Cour Penale Internationale", Revue Internationale de Droit Penal, Pau, Francia, nouvelle serie, 71eme. anne, núms. 1-2, 2000, p. 13. Fernández Doblado comenta que la cláusula sobre elementos del crimen ha sido "muy criticada (y) va a tener el efecto de retrasar la vigencia del estatuto, pues difícilmente puede haber un país que ratifique un estatuto cuando debe aún definir y aprobar elementos adicionales para tipificar los crímenes, competencia de una corte penal". Fernández Doblado, "Tribunal Penal...", Criminalia, cit., nota 34, p. 228.
45 Tal es, obviamente, la hipótesis de la desaparición forzada. A este respecto, ni el texto del estatuto ni los elementos del crimen proporcionan la solución deseada por algunos. De ahí que se llegara a la adición de una "nota de pie de página", número 24, a los elementos del crimen correspondientes al delito de lesa humanidad de desaparición forzada de personas. Esta nota, que pretende resolver por sí misma cuestiones fundamentales de la competencia material y temporal de la corte, indica: "El crimen será de la competencia de la corte únicamente si el ataque indicado en los elementos 7 y 8 se produjo después de la entrada en vigor del estatuto".
46 Así, en las tesis P./J. 125/2001, 126/2001 y 127/2001, derivadas de la contradicción de tesis 11/2001, entre las sustentadas por los tribunales colegiados Primero y Cuarto en Materia Penal del Primer Circuito, 2 de octubre de 2001, mayoría de seis votos, Gaceta del Semanario Judicial Federal, octubre de 2001. El epígrafe de la primera tesis mencionada aparece como sigue: "Extradición. La pena de prisión vitalicia constituye una pena inusitada prohibida por el artículo 22 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, por lo que para que se tramite aquélla, el Estado solicitante debe comprometerse a no aplicarla o a imponer una menor que fije su legislación".
47 El consejo tiene facultades para promover el enjuiciamiento y para detenerlo en forma que pudiera resultar definitiva, o al menos indefinida (artículo 16). Por otra parte, en la posición mexicana y por lo que toca al "juego general" entre los órganos de Naciones Unidas ha campeado la Resolución sobre Unidad de Acción a favor de la Paz, aprobada por la Asamblea General en 1950, que entraña una "nueva norma sobre seguridad colectiva", en términos del profesor Jorge Castañeda de la Rosa: si el Consejo de Seguridad no cumple su función primordial de mantener la paz y la seguridad, por falta de acuerdo entre sus miembros permanentes, la Asamblea General debe asumir el tema, examinarlo y adoptar las recomendaciones del caso. Cfr. González Gálvez, "La Corte Penal...", en Corcuera y Guevara (comps.), Justicia penal..., cit., nota 15, p. 18. La pertinencia de dar atribuciones a la Asamblea General, en el contexto del Estatuto de Roma, fue planteada enfáticamente por la delegación mexicana en la Conferencia de Roma. Cfr. "Intervención del Embajador Sergio González Gálvez, representante de México en la Conferencia Plenipotenciaria para crear una Corte Penal Internacional", en González Gálvez, La Corte Penal Internacional, el uso de las armas convencionales y la injerencia...., cit., nota 34, pp. 201-203.
48 El interés de México -escribió González Gálvez- "es lograr un Tribunal Penal Internacional que garantice la aplicación sin discriminación alguna del imperio del derecho; en consecuencia, México resistirá cualquier intento de politizar esa instancia judicial a fin de evitar que pueda conver-tirse en un tribunal dependiente de un órgano descarnadamente político, como es el Consejo de Seguridad, o para juzgar sólo a nacionales de países en desarrollo". González Gálvez, "México y la Corte...", Revista Mexicana de Política Exterior, cit., nota 41, p. 67.
49 Esta materia se ha razonado invocando tanto la Resolución 1653 de la Asamblea General de Naciones Unidas, sobre ilegalidad del empleo de armas nucleares, como la Opinión Consultiva del Tribunal Internacional de Justicia, del 8 de julio de 1996, adversa al uso o a la amenaza de empleo de esas armas. Cfr. González Gálvez, "La Corte Penal...", en Corcuera y Guevara (comps.), Justicia penal..., cit., nota 15, pp. 19 y 20. Sin embargo, conviene recordar que el tribunal dejó abierta la puerta para esa amenaza o empleo en casos extremos de autodefensa, si se encuentra en riesgo la supervivencia misma de un Estado. Así, aunque "the threat or use of nuclear weapons would generally be contrary to the rules of international law applicable in armed conflict, and in particular the principles and rules of humanitarian law; However, in view of current state of international law, and of the elements of fact at its disposal, the Court cannot conclude definitively whether the threat or use of nuclear weapons would be lawful or unlawful in an extreme circumstance of self-defence, in which the very survival of a State would be at stake". La votación de este punto fue de 7-7, con el voto de calidad del presidente, a favor de la resolución transcrita. Al ratificar la convención, Francia hizo notar que la prohibición contenida en el artículo 8 del estatuto, y especialmente la recogida en el párrafo 2b) no implican prohibición para el eventual empleo del arma nuclear u otras armas necesarias "para el ejercicio, por parte de Francia, de su derecho natural de legítima defensa..." (I. Déclaration interpretative de la France, 2).
50 El nuevo artículo 53.2 de la Constitución dispone: "La República puede reconocer la jurisdicción de la Corte Penal Internacional en las condiciones previstas por el tratado firmado el 18 de julio de 1998". Este reconocimiento entraña serios problemas para el caso de que se reforme el estatuto; en efecto, ya no se trataría precisamente de las condiciones previstas en el tratado suscrito en aquella fecha. La reforma de la Constitución francesa obedeció a la decisión núm. 98-408 DC, del 22 de enero de 1999, emitida por el Consejo Constitucional a solicitud del presidente de la república y el primer ministro.
51 Cfr. García Ramírez, "Raíz y horizonte de los derechos 'sociales' en la Constitución Mexi- cana", en varios autores, Liber Amicorum Héctor Fix-Zamudio, San José, Costa Rica, Secretaría de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, 1998, vol. I, pp. 98 y 99.
52 La declaración mexicana se publicó en el Diario Oficial de la Federación el 23 de octubre de 1947. En ella se sostuvo que para el Estado "no es aplicable (la jurisdicción internacional) a aquellas controversias emanadas de asuntos que, en opinión del Gobierno de México, sean de jurisdicción interna de los Estados Unidos Mexicanos". La declaración de Estados Unidos de América es del 26 de agosto de 1946.
53 Al adherirse a la Convención Americana, con fecha 3 de abril de 1991 (instrumento depositado el 28 de mayo siguiente) Trinidad y Tobago formuló una reserva: "con respecto al artículo 62 de la convención, el Gobierno de la República de Trinidad y Tobago, reconoce la jurisdicción obligatoria de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que se estipula en dicho artículo sólo en la medida en que tal reconocimiento sea compatible con las secciones pertinentes de la Constitución de Trinidad y Tobago, y siempre que una sentencia de la Corte no contravenga, establezca o anule derechos o deberes existentes de ciudadanos particulares". La corte consideró ineficaz esa declaración o reserva, "por cuanto dicha limitación es incompatible con el objeto y fin de la convención", Casos Hilaire, Constantine y otros, y Benjamin y otros, Excepciones preliminares, Sentencias de 1 de septiembre de 2001. Cfr. mi voto concurrente a las sentencias, en "Cuestiones ante la jurisdicción...", Cuadernos Procesales, cit., nota 36, pp. 39-41.
54 La opinión del Ejecutivo sobre este punto se halla en el "Memorandum de antecedentes (Declaración de Reconocimiento de la Jurisdicción Obligatoria de la Corte Interamericana de Derechos Humanos", que se puede consultar en Fix-Zamudio, Héctor, México y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, México, Comisión Nacional de Derechos Humanos, 2a. ed., 1999, p. 42.
55 Empero, con una salvedad y una precisión: a) no se admite la jurisdicción contenciosa de la Corte en los casos derivados de la aplicación del artículo 33 constitucional, y b) la admisión se refiere a los hechos o actos jurídicos posteriores a la fecha de depósito de la declaración, que no tiene efectos retroactivos.
56 Cfr. las sentencias sobre competencia dictadas en los casos Ivcher Bronstein y del Tribunal Constitucional, ambas del 27 de septiembre de 1999, en el Informe anual de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. 1999, San José, Costa Rica, 2000, pp. 25, 371 y ss.
57 Hasta abril del 2002, han reconocido la jurisdicción contenciosa de la Corte: Argentina, Barbados, Bolivia, Brasil, Colombia, Costa Rica, Chile, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana, Surinam, Uruguay y Venezuela.
58 Véase supra nota 50.
59 CIDH, El derecho a la información sobre la asistencia consular. Opinión Consultiva OC-16/99 de 1 de octubre de 1999. Serie A No. 16. Existe una edición mexicana, con prólogo de Héctor Fix-Zamudio y transcripción de la intervención del embajador Sergio González Gálvez (que analizó la posición del Estado mexicano) en la audiencia del 12 de junio de 1998, así como los Votos concurrentes de los jueces Antônio Cançado Trindade y Sergio García Ramírez; Opinión Consultiva OC-16 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos del 1o. de octubre de 1999 solicitada por el gobierno de México sobre el tema "El derecho a la información sobre la asistencia consular en el marco de las garantías del debido proceso legal", México, Secretaría de Relaciones Exteriores, 2001.
60 Véase supra nota 51.
61 Sobre este punto, la bibliografía es particularmente abundante. Me remito a las consideraciones que hago acerca de esta materia en Los derechos humanos..., cit., nota 37.
62 El artículo 26 constitucional se refiere al sistema de planeación democrática, que cuenta con la correspondiente legislación reglamentaria. El segundo párrafo in fine de aquel precepto señala: "Habrá un plan nacional de desarrollo al que se sujetarán obligatoriamente los programas de la administración pública federal".
63 La referencia atañe -en lo fundamental- a los siguientes instrumentos: a) Convención Americana sobre Desaparición Forzada de Personas (1994), con reserva expresa al artículo IX, porque la Constitución reconoce el fuero de guerra, que no es tribunal especial en el sentido de la convención (aprobación: 10-XII-2001); b) Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Delitos de Lesa Humanidad (Naciones Unidas, 1968), con declaración interpretativa que se sustenta en el artículo 14 constitucional: el Estado "únicamente considerará imprescriptibles los crímenes que consagra la convención, cometidos con posterioridad a su entrada en vigor en México" (aprob.: 10-XII-2001); c) Protocolo facultativo de la Convención sobre los Derechos del Niño en los Conflictos Armados (Naciones Unidas, 2000), con declaración interpretativa: "la responsabilidad que pueda derivar para los grupos armados no gubernamentales por el reclutamiento de menores de 18 años de edad o su utilización en hostilidades, corresponde exclusivamente a dichos grupos y no será aplicable al Estado como tal, en que tendrá obligación de aplicar, en todo momento, los principios que rigen al derecho internacional humanitario" (aprob.: 11-XII-2001); d) Protocolo facultativo de la Convención sobre los Derechos del Niño relativo a la Venta de Niños, la Prostitución Infantil y la utilización de Niños en la Pornografía (Naciones Unidas, 2000) (aprob.: 10-XII-2001); e) Enmien- das a los artículos 17(7) y 18(5) de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes (Naciones Unidas, 19992) (aprob.: 10-XII-2001); f) Protocolo facultativo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (Naciones Unidas, 1996), que faculta al Comité de Derechos Humanos para recibir comunicaciones individuales (aprob.: 4-XII-2001); g) Declaración para el reconocimiento de la competencia del Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial (artículo 8 de la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial, Naciones Unidas, 1965), que reconoce la competencia del Comité para recibir y examinar comunicaciones de personas o grupos de personas (aprob.: 24-XII-2001); Declaración para el reconocimiento de la competencia del Comité contra la Tortura (artículo 17 de la Convención contra la Tortura, Naciones Unidas, 1984); Protocolo facultativo de la Convención para la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (Naciones Unidas, 1999) (aprob.: 14-XII-2001); Retiro parcial de las declaraciones interpretativas y de la reserva que el gobierno de México formuló al párrafo 3 del artículo 12 y al párrafo 2 del artículo 23, respectivamente, de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, relativa al voto activo de los ministros del culto y a los actos religiosos de culto público fuera de los templos (aprob.: 10-XII-2001); Retiro parcial de las reservas que el gobierno de México formuló al artículo 25, inciso B), del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (Naciones Unidas, 1966), acerca del voto activo de los ministros del culto (aprob.: 4-XII-2001; Protocolo de firma facultativa sobre jurisdicción obligatoria para la solución de controversias de la Convención de Viena sobre Relaciones Consulares (1963) (aprob.: 4-XII-2001); y Constitución de la Organización Internacional para las Migraciones (en vigor el 30-XII-1954) (aprob.: 29-XII-2001).
64 Este erróneo método se siguió en la no menos errónea adopción de normas sobre delincuencia organizada: la iniciativa de reforma constitucional y la correspondiente a la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada fueron presentadas en la misma fecha, 18 de marzo de 1996. Al respecto, cfr. mi libro Delincuencia organizada. Antecedentes y regulación penal en México, 2a. ed., México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas-Porrúa, 2000, p. 91.
65 En 1982, para modificar -en forma racional y con mayor benevolencia- el sistema de faltas a reglamentos de policía y gobierno; en 1994, sobre impugnación en vía jurisdiccional del no ejercicio de la acción penal o el desistimiento de ésta, y acerca del sistema nacional de seguridad pública; y en 1999 -en una enmienda verdaderamente innecesaria- a propósito de la función investigadora y persecutoria del Ministerio Público y en torno a la policía que colabora con éste en la indagación de los delitos. Examino estos puntos en mi libro El nuevo procedimiento penal mexicano, 3a. ed., México, Porrúa, pp. 144 y ss.
66 En los textos constitucionales de varios Estados de América se ha puntualizado la jerarquía de los tratados internacionales; al respecto, son importantes las soluciones aportadas por Argentina y Venezuela. Por lo que respecta a aquél país, cuya Constitución distingue entre varias categorías de tratados, cfr. Vanossi, Jorge R., "Los tratados internacionales ante la reforma de 1994", en Abregú, Martín y Curtis, Christian (comps.), La aplicación de los tratados sobre derechos humanos por los tribunales locales, Buenos Aires, Centro de Estudios Legales y Sociales, 1997, pp. 106 y 107. En el caso venezolano, los tratados revisten jerarquía constitucional, son de aplicación inmediata por los tribunales y otros órganos del poder público, y prevalecen sobre los ordenamientos internos cuando contienen normas más favorables en lo concerniente a derechos humanos (artículo 23).
67 Anteriormente, el alto tribunal consideró que las leyes federales emanadas de la Constitución y los tratados internacionales acogidos por México tenían el mismo rango normativo (P. C/92, Gaceta del Semanario Judicial Federal, núm. 60, 8a. época, diciembre de 1992, p. 27). La nueva tesis señala que los tratados internacionales "se ubican jerárquicamente por encima de las leyes federales y en un segundo plano respecto de la Constitución federal". Este criterio figura en el AR 1475/98, Sindicato Nacional de Controladores de Tránsito Aéreo, 11 de mayo de 1999, 9a. época, pleno, Semanario Judicial Federal y su Gaceta, t. X, noviembre 1999, tesis P. LXXVII/99, p. 46. Materia: constitucional. Tesis aislada). Las razones del nuevo criterio son esencialmente dos, que tomo literalmente de la sentencia: a) "estos compromisos internacionales son asumidos por el Estado mexicano en su conjunto y comprometen a todas sus autoridades frente a la comunidad internacional"; el presidente suscribe como jefe de Estado y el Senado interviene como "representante de la voluntad de las entidades federativas"; y b) "en esta materia no existe limitación competencial entre la Federación y las entidades federativas". El presidente y el Senado "pueden obligar al Estado mexicano en cualquier materia, independientemente de que para otros efectos ésta sea competencia de las entidades federativas".
68 Así, en las citadas sentencias sobre competencia en los casos Ivcher Bronstein y del Tribunal Constitucional (véase supra nota 56). En ambas, de la misma fecha, la Corte Interamericana hizo ver que "la cuestión del pretendido retiro, por parte del Perú, de la declaración de reconocimiento de la competencia contenciosa de la Corte y de los efectos del mismo, debe ser resuelta por este Tribunal. La Corte Interamericana, como todo órgano con competencias jurisdiccionales, tiene el poder inherente de determinar el alcance de su propia competencia (compétence de la compétence/Kompetenz-Kompetenz)"; luego señaló el tribunal: "La competencia de la Corte no puede estar condicionada por hechos distintos a sus propias actuaciones. Los instrumentos de aceptación de la cláusula facultativa de la jurisdicción obligatoria (artículo 62.1) de la convención presuponen la admisión, por los Estados que la presentan, del derecho de la Corte a resolver cualquier controversia relativa a su jurisdicción. Una objeción o cualquier otro acto interpuesto por el Estado con el propósito de afectar la competencia de la Corte es inocuo, pues en cualesquiera circunstancias la Corte retiene la compétence de la compétence, por ser maestra de su jurisdicción" (párrafos 32 y 34 de la sentencia correspondiente al Caso Ivcher Bronstein, y 31 y 33 de la relativa al Caso del Tribunal Constitucional).
69 En el Convenio de Sede entre el Gobierno de la República de Costa Rica y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, del 10 de septiembre de 1981, el artículo 27, constitutivo del capítulo X, con el epígrafe "Eficacia de las resoluciones", determina que "las resoluciones de la Corte y, en su caso, de su Presidente, una vez comunicadas a las autoridades administrativas o judiciales correspondientes de la República, tendrán la misma fuerza ejecutiva y ejecutoria que las dictadas por los tribunales costarricenses". Tómense en cuenta, igualmente, las estipulaciones de la Constitución de Perú (artículo 40) y Venezuela (artículo 31).
70 Por ejemplo, las interrogantes -y las cuestiones implícitas- que formula el ministro de la Suprema Corte de Justicia de México, Guillermo Ortiz Mayagoitia, en su artículo "La Suprema Corte de Justicia ante el derecho internacional", El mundo del abogado, año 4, núm. 33. enero de 2002, pp. 18-21.
71 En este orden, el asunto más destacado ha sido el correspondiente al Caso La última tentación de Cristo (Caso Olmedo otros vs. Chile), sentencia de 5 de febrero de 2001. Serie C No. 73. El artículo 19, número 12, de la Constitución de Chile, establece un sistema de censura para la exhibición y publicidad de la producción cinematográfica, en tanto que el artículo 13.2 de la Convención Americana sostiene la libertad de pensamiento y expresión, derecho que "no puede estar sujeto a previa censura" (párrafos 60 y 63). Por ende, la corte estimó que el Estado había violado el artículo 13 de la convención (párrafos 62-63 y punto resolutivo 2), y decidió "que el Estado debe modificar su ordenamiento jurídico interno, en un plazo razonable, con el fin de suprimir la censura previa para permitir la exhibición de la película La última tentación de Cristo..."
72 Me refiero a los procedimientos de control de la constitucionalidad instituidos por el artículo 105 de la ley suprema, según la reforma de 1994, para los que se dispone de una Ley Reglamentaria de las fracciones I y II del artículo 115 constitucional (publicada en el Diario Oficial de la Federación del 11 de mayo de 1995) y que han sido ampliamente examinados por la jurisprudencia y la doctrina. Cfr. mis comentarios en García Ramírez, Poder Judicial y Ministerio Público, 2a. ed., México, UNAM, Instituto de Investigaciones Jurídicas-Porrúa, 1997, esp. pp. 73 y ss., 125 y ss., 171 y ss. y 214 y ss.
73 En este sentido se pronuncia el proyecto de reforma al artículo 107 constitucional (fracción II, segundo párrafo), así como el proyecto de nueva Ley de Amparo de la comisión de juristas designada por la Suprema Corte de Justicia, de 2001. En este último ordenamiento, la materia aparece en el artículo 232 bajo el rubro "Declaratoria general de inconstitucionalidad o de interpretación conforme". Cfr. Proyecto de la Suprema Corte de Justicia de la Nación de la Ley de Amparo Reglamentaria de los artículos 103 y 107 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, México, Suprema Corte de Justicia de la Nación, 2001.
74 Zafra Espinosa de los Monteros, Rafael, "El establecimiento convencional...", cit., nota 14, pp. 159 y 160.