El “no” de los colombianos*
Publicado el 24 de octubre de 2016 Luis de la Barreda Solórzano Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas y coordinador del Programa Universitario de Derechos Humanos, UNAM, lbarreda@unam.mx |
La interpretación del “no” de los colombianos al pacto entre el gobierno de Juan Manuel Santos y el grupo narcoterrorista de las FARC se ha querido presentar por ciertos analistas como un “no” a la paz.
Falso: podemos estar seguros de que ningún habitante de Colombia quiere la continuación de una guerra que ha costado al país más de 260 mil muertos, decenas de miles de desaparecidos, casi siete millones de desplazados, violaciones, secuestros e innumerables vidas rotas. El “no” de los colombianos fue a los términos del acuerdo. Tanto quienes votaron “sí” como los que votaron “no” anhelan la paz que ponga fin al conflicto bélico que se ha prolongado por más de medio siglo.
Lo que motivó a los votantes del “no” fue tanto la impunidad en que quedarían crímenes terribles con el solo expediente de que los autores los confiesen como el obsequio de curules a los guerrilleros. Ese rechazo no sólo a la impunidad sino al premio político a los responsables de delitos de una crueldad extrema fue tan profundo que tuvo mayor peso que el deseo ferviente de que cese el enfrentamiento armado.
Se ha puesto de moda hablar de perdón y reconciliación nacional. No debe ser fácil perdonar a quienes mantuvieron secuestrado por años, torturaron, violaron o asesinaron a un ser querido. En su tragedia Macbeth, Shakespeare puso en boca de su personaje: “Me atrevo a lo que se atreve un hombre. Quien se atreve a más ya no lo es”. La aspiración de que se castigue a quienes se atreven a más, a quienes pisan la frontera de las conductas infrahumanas, ha estado presente en el corazón de los seres humanos de todas las sociedades y de todas las épocas.
El exjuez español Baltasar Garzón escribió: “No estoy de acuerdo con quienes afirman que este acuerdo sacrifica la justicia a favor de la paz, como tampoco con los que sostienen que la justicia tradicional retributiva (una determinada cantidad de años de cárcel) sea la única alternativa posible”. En su opinión, la sanción proactiva “será más gravosa para quien la sufra que mantenerse simplemente en una celda a la espera de que terminen los años de reclusión”. Arguye: “Tendrán que reconocer sus acciones delictivas, mirar a las víctimas y aceptar el reproche de los inocentes, deberán contribuir a construir la paz, trabajarán a favor de la comunidad”.
Es curioso que un hombre que persiguió con firmeza a los terroristas de ETA para que pagaran sus atrocidades con penas proporcionales a la gravedad de los delitos ahora diga que la sanción proactiva —trabajo a favor de la comunidad— es más gravosa que la prisión prolongada porque quienes sean condenados tendrán que mirar a las víctimas y escuchar su reproche.
Esa justificación me sabe a cinismo o a desvarío. Un principio del derecho penal ilustrado es el de que las penas deben guardar proporción con la gravedad de los delitos. Los homicidios, los secuestros, las violaciones, los crímenes de guerra y los delitos de lesa humanidad deben castigarse con severas penas de prisión. Sostener que una mirada o un reclamo es castigo más adecuado que una larga condena de cárcel, como lo hace Garzón, suena a burla de mal gusto. Como advirtió Human Rights Watch, el pacto implica claras y escandalosas violaciones al derecho internacional humanitario.
Mejor digámoslo claramente: el “no” de los colombianos deja en el aire el acuerdo por la paz y nadie tiene claro qué sigue. El pacto conseguido entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC supone la impunidad de guerrilleros y paramilitares, lo que es lacerante, pero es un mal menor respecto de la continuación sin límite de tiempo de una guerra que ha tenido un costo humano altísimo.
No es probable que las FARC acepten un acuerdo que no les garantice la impunidad: no se rendirán a cambio de nada. Y la mayoría de los colombianos repudia esa impunidad y el obsequio de escaños en el Parlamento a quienes mostraron desprecio absoluto por la vida, la dignidad, la libertad y los más altos valores de la civilización.
Pero la guerra debe finalizar. El peor escenario es su prolongación. Tal vez la modificación de determinadas cláusulas sirva para destrabar el conflicto. No se ve fácil, pero el armisticio es la única opción razonable.
NOTAS:
* Se reproduce con autorización del autor, publicado en Excélsior, el 20 de octubre de 2016.
Formación electrónica: Luis Felipe Herrera M., BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ignacio Trujillo Guerrero