Las contradicciones en la llamada reinserción social del adolescente

Publicado el 7 de noviembre de 2016

Raymundo Pérez Gándara Sociólogo, jurista y semiólogo, lector senior en Bureau de Investigación y Docencia de Conocimiento de Frontera
rp_gandara@hotmail.com

El adolescente, por antonomasia, actúa en franca rebeldía frente a las reglas, cualesquiera que estas sean, y, por consiguiente, frente a las normas de derechos que ha dado una sociedad en un lugar y tiempo determinados. Ese enfrentamiento tiene diversos grados de conflicto, que van desde la confrontación de ideas, de valores, de gustos y modas, pasando por conductas antisociales, como la falta de respeto a mujeres, niños, padres, vecinos, maestros, la destrucción o deterioro del equipamiento urbano, posiciones sociales radicales (vgr. violencia verbal) que atentan contra el tejido social. Las violaciones pueden ser sistemáticas u ocasionales. Asimismo, actúa en franca rebeldía contra las disposiciones administrativas de la policía y el buen gobierno y, finalmente, lleva a cabo acciones cuya tipificación son los delitos “no graves”, hasta los culposos y graves.

La sociedad, en su momento histórico, marca las reglas de conducta que constriñen a todos y cada uno de sus integrantes, según sea su edad y el rol o papel que desempeñan en su vida de relación social. Esas reglas de conducta cambian de lugar a lugar y de tiempo en tiempo. Los jóvenes rebeldes de 1968, que transgredían el establishment constituido, hoy son los abuelos de los nuevos rebeldes en los inicios del siglo XXI. La rebeldía de los jóvenes, y con mayor proclividad de los adolescentes, es tan antigua como la propia sociedad; la querella de generaciones se pierde en la prehistoria, lo que implica que los problemas juveniles no son privativos de la sociedad posmoderna. Los jóvenes rebeldes de ayer, de una u otra manera, hoy ejercen el poder en la sociedad.

El asunto de los adolescentes es un fenómeno que desde siempre ha sido complejo, pues las causas que lo provocan y le dan visos de continuidad son multifactoriales. En ellos concurren tanto situaciones eminentemente biológicas (cambios hormonales, fisiológicos, etcétera) como aspectos sociales, culturales, económicos, políticos, educativos, etcétera.

Desde el último cuarto del siglo pasado en la cultura occidental, el adolescente, desde niño es consumidor de modas, estilos, productos y servicios. Existe toda una economía en el mundo globalizado dedicada a los niños y adolescentes: consumen desde diversión, pasando por la música, ropa y accesorios, hasta tecnología específicamente diseñada para ellos por los adultos. De manera cotidiana son compulsivamente manipulados (condicionados) a consumir; “compro luego existo” (Loaeza, 1992).

El hedonismo es el mundo virtual donde los adultos los han colocado. La radio, la televisión y el ciberespacio, son los canales donde se manipulan los deseos y la voluntad. Es el “mercado del consumo” quien los conduce sin réplica a un mundo sin retorno, donde la “fiesta” es interminable, donde el gozo es permanente y el sufrimiento, el fracaso y la decepción no tiene cabida en esa vida banal (la manipulación industrial de la conciencia). Un mundo que niega la tozuda realidad y que permite escapar al limbo de vivir el hoy, sin más y porque sí. Amén de otras fugas todavía de peor resultado, como las adicciones a las drogas o narcóticos, y más aún el suicidio.

Los medios de comunicación (cine y televisión principalmente) hacen apología irrestricta de la violencia: el héroe es el más violento y tiene la aquiescencia para matar; los juegos cibernéticos que les “venden” a los adolescentes contienen un marcado mensaje de violencia, y otros juegos de destreza física despliegan también una gran carga de violencia (por ejemplo, el popular juego de godcha, registrado en Estados Unidos de América como un deporte, “National Survival Game”, donde el juego consiste en una cacería humana). Todo ello es practicado con el beneplácito de los adultos.

Cabe advertir que ello no necesariamente crea en los adolescentes conductas violentas, sin embargo, es un referente inequívoco de la proclividad de la sociedad y, por consiguiente, de los jóvenes hacia las conductas violentas.

La música es otro de los elementos que prohíja la violencia. En México, Estados Unidos, Centro y Sudamérica, la llamada música underground testimonia el repudio al establishment. Por otra parte, el acoso escolar (bullyng, del verbo en inglés to bully: intimidar) el acoso laboral (mobbing, del verbo en inglés to mob: acosar, hostigar), el acoso sexual (sexual assaults, sexual violence o sexual intimidation, del inglés: ataque, violencia, intimidación) y con ello, toda la gama de discriminación hacia mujeres, indígenas, ancianos, etcétera, son el reflejo de una sociedad violenta. Todos ellos son actos donde están inmersos no sólo los adolescentes, sino los adultos en una oscura complicidad.

Los adolescentes por su naturaleza siempre han sido marginados del “mundo” de los adultos, para desde ahí ser vituperados: si piden participación, se les responde que no tienen edad para ello; si realizan una conducta contraria a la que los adultos esperan de ellos, se les reprocha que ya están grandes para andar con infantilismos. Luego, el adolescente no es “ni de aquí ni de allá”. No tiene un mundo real al cual pertenecer, salvo su mundo de fantasías, donde se fuga de esa realidad; un mundo compuesto de sexualidad desinformada, de juegos violentos y ocio excesivo. La pandilla, la tribu urbana, es lo único que les da sentido de pertenencia.

A esta situación habrá que agregar la violencia institucionalizada, donde los servidores públicos en todos los niveles son exhibidos por sus violaciones a los derechos humanos (las recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y las sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos son elocuentes). Obviamente, ello no es pretexto para delinquir y tampoco es privativo del estado mexicano; es una pandemia social que se expande por el mundo.

Por lo que hace a la conducta violenta de la juventud, los Estados Unidos de América son un ejemplo típico de ello. Es el American Way of life (estilo de vida americano) el que imitan los jóvenes de los países periféricos: esa es la sociedad del futuro para los adolescentes, no sólo mexicanos, sino hispanoamericanos. Las conductas como moda de expresión de los jóvenes norteamericanos son copiadas por los jóvenes latinoamericanos, desde los hippies hasta los emos. Decía el cantautor Facundo Cabral que en su natal Argentina “nadie se siente argentino: los adultos se sienten europeos y los jóvenes norteamericanos”, y se pregunta “¿cómo puede funcionar así un país?” (escuchado en uno de sus conciertos).

Hay una minoría de jóvenes, que vislumbran sin entender, por qué en la aldea global (Mc Luhan, 1990) no tienen futuro, no tienen cabida sus ideas, sus aspiraciones, sus sueños; el mundo ya está hecho y se hizo sin ellos. Y el sistema que lo creo no puede cambiar porque tiene el poder de reproducirse a sí mismo, y por tanto, puede prescindir de ellos. En reacción a ese mundo incierto, los jóvenes sólo “viven el momento”, con todos sus excesos e incurias. Esas conductas son, en principio, una manifestación de protesta frente a una sociedad reaccionaria que no atina cómo darles un lugar propicio en la vida social y al mismo tiempo los ve con recelo y desencanto, sin admitir que son el producto de esa sociedad.

La corrupción de los adultos es una verdad que los adolescentes esgrimen como argumento cuando les reclaman una conducta socialmente inaceptable, pues la doble moral es lo que hoy prevalece (las “casas blancas” son la punta del iceberg), y otros solamente esperan su oportunidad para seguirles los pasos a los adultos (el mensaje es claro: “no me den, sólo póngame donde hay”, “el que no tranza no avanza”, etcétera). Los escándalos de empresarios (hay corruptos en el gobierno porque hay corruptores en la iniciativa privada) y el abuso de poder de los políticos y funcionarios públicos son el tema cotidiano en los medios de comunicación (radio, televisión y prensa escrita) y en las redes sociales. Los “medios” se dedican a satanizar cotidianamente al Poder Legislativo Federal, el cual sin duda da suficientes motivos, y no se diga a los partidos políticos. Esos son los espejos donde se miran niños y adolescentes. Hay una anécdota (chiste) que circula por ahí: se dice que una maestra lleva a sus alumnos a conocer el palacio de la democracia, esto es, la Cámara de Diputados, y mientras les abren las puertas del auditorio, los niños escuchan una retahíla de gritos: “corrupto”, “tranza”, “ratero” “criminal” y varios epítetos en ese tono. Los menores se asustan y dicen a su maestra “se están peleando”, a lo que la maestra responde “no niños, sólo están pasando lista”…

El discurso de los líderes sociales y políticos se ha agotado, y la moral judeo-cristiana occidental también ha entrado en crisis (los escándalos de religiosos, principalmente de la curia mexicana, Maciel y los legionarios de Cristo, y la jerarquía vaticana —pederastia— muestran su decadencia). Hoy los occidentales desertan de su cultura religiosa para buscar respuestas y sentido a sus vidas en otras culturas, en otras civilizaciones, principalmente orientales (los libros y cursos de “auto-ayuda”, que vienen a sustituir a las antiguas instituciones religiosas, se multiplican de manera exponencial). El discurso de doble moral de los adultos frente a los adolescentes también sufre los efectos de un prolongado e irreversible desgaste, al grado de perder credibilidad. Basta con leer los contenidos de las redes sociales para corroborarlo. Hay una incongruencia entre lo que dicen los adultos y lo que hacen. Los adolescentes son víctimas y producto de esa doble moral.

Como arriba se aseveraba, ello los compele a buscar o crear su propio ámbito de pertenencia (fenómeno que se da principalmente en las llamadas tribus urbanas, formulando sus particulares manifestaciones y formando sus propios grupos con sus propios valores: emos, darks, góticos, floggers, etcétera), cuyos lazos se refuerzan y acrecientan en un juego de repudio y aceptación: mientras los adultos más los repudian, los jóvenes que están en la misma circunstancia forman uniones más fuertes y más sólidas, creándose estereotipos de doble lectura, es decir, cómo los ve la sociedad y cómo ellos se ven frente a la sociedad en general.

Esos lazos de convivencia se alimentan constantemente con nuevos miembros, que sustituye o relevan a los que desertan o fenecen de manera prematura, dadas sus condiciones de vida. Esas asociaciones espontáneas, en algunas circunstancias se convierten en pandillas, éstas sí con fines delictivos, principalmente cuando caen en las adicciones, propiciadas por el sistema social y por la indiferencia del Estado, que no tiene políticas preventivas efectivas, o bien, tiene ciertos programas sociales que por lo general sólo están en las leyes y reglamentos, y cuando se aplican son coyunturales, mediáticos, pasajeros, obsoletos e insuficientes. Esos sistemas sociales y esas políticas de Estado reaccionan tardíamente a los fenómenos juveniles, con normas, programas o paliativos que no tiene trascendencia. Existe la creencia en las autoridades, los políticos y las agrupaciones sociales, así como las religiosas, que elaborando una norma legal los problemas quedan resueltos. Hay una fuerte carga de surrealismo en los mexicanos (Paz, El Laberinto de la Soledad).

Las normas legales por sí mismas no resuelven nada, pues sin su implementación y su constante aplicación, seguimiento, evaluación y actualización para medir su efectividad y eficacia, dejan de incidir en la vida social. Hoy los embarazos de adolescentes y jóvenes son un problema social. El Consejo Nacional de Población (CONAPO), hace largo tiempo dejó de cumplir su cometido de informar y educar a las nuevas generaciones, como sí sucedió cuando se lanzó la campaña (años setentas) para reducir el crecimiento demográfico (“la familia pequeña vive mejor”). En la actualidad, esporádicamente, se da alguna campaña, pero termina siendo intrascendente. Así, el problema no son los adolescentes, el problema es la sociedad de los adultos. Dicho de otra manera, el problema es la sociedad en general y en ella se incluye a las autoridades de todos los niveles y competencias. No es ético trasladar a los adolescentes las responsabilidades y las culpas de los adultos. Una sociedad que no previene su futuro se convierte en presa de su propia ineptitud.

La sociedad es el marco real donde se da la conducta antisocial y delictiva del adolescente, ésta es su mundo real, a ella pertenece aunque no lo desee. El adolescente es producto del entorno social. El adolescente y su circunstancia (Ortega y Gasset).

Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), la población está compuesta, en su gran mayoría, por individuos que habitan en el espacio urbano. En México, al inicio de la segunda década del siglo XXI, la población urbana asciende en números redondos a 95 millones de habitantes, de un total de 112, según el censo de 2010.

Las estadísticas del susodicho Instituto señalan que en México, durante 2012, se cometieron 27 millones, 769 mil, 447 delitos; el 92% de ellos no fueron denunciados, en el 12% existió acusación y sólo en el 8% las autoridades iniciaron las indagatorias correspondientes. Informa también que 21 millones fueron víctimas de algún delito, que el 32% de las familias tienen al menos una persona afectada por algún delito. En el mismo año, por cada 100 mil habitantes de 18 años o más, se cometieron un promedio de 35 mil delitos. De éstos, 10 mil fueron robo o asalto en la calle o transporte público y 7 mil 600 casos de extorsión. Las pérdidas económicas ascendieron a 215 mil millones de pesos, que equivalen al 1.34 del Producto Interno Bruto (PIB).

De los datos estadísticos (datos duros) proporcionados por la agencia gubernamental mexicana Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), la pobreza en México, de 2008 a 2010, se incrementó de 48.8 millones, a 52 millones de individuos, lo que en números porcentuales equivalía al 46.2% de la población total. Por su parte, la pobreza extrema para 2010 fue de 10.4% del total de la población, lo que equivalía a 11.7 millones de habitantes. En cuanto a lo que llama “vulnerabilidad económica de las personas”, se pasó de 4.9 millones en 2008, a 6.5 millones en 2010. De todo este universo, 28 millones de individuos tenían carencias para acceder a la alimentación, lo que representa un aumento de 4.2 millones en ese mismo periodo. Y todo ello conforma el escenario de riesgo social para los jóvenes.

La educación (no la enseñanza de tipo escolar) que reciben en el hogar los adolescentes es casi nula, pues sus padres son producto, a su vez, de la deseducación (Chomsky, 2012). Hoy los padres quieren delegarle al Estado o a terceros la educación de sus hijos. Los adultos arrastran un gran déficit en cuanto al ejercicio de los valores cívicos y éticos (morales); el niño ve a sus madres y padres decir y hacer lo que después se les reprocha. Se puede afirmar que la erosión generacional de los valores de la sociedad occidental es de tal magnitud que ya nadie se reconoce en ellos. Son valores que pertenecen más a un pasado idílico que al presente y su realidad, inclusive se habla de “otros valores”, los cuales casi nada tienen que ver con el pasado. Si esto es así, es prácticamente imposible que los padres puedan tomar conciencia de lo que ocurre en sus hijos y cómo pueden propiciar una sana convivencia y un acercamiento positivo con ellos. Como dije antes, ellos, a su vez, son ya producto de la descomposición de la sociedad, o dicho de otra manera, ellos son los que están descompuestos. Un ciego no puede guiar a otro ciego (Jesús el Cristo).

Sacralizar socialmente al hogar, a la familia, a la comunidad y a la sociedad es una apuesta perdida de antemano. Es precisamente en estos precarios escenarios donde se gesta la conducta antisocial y delincuencial del adolescente. Pretender que el adolescente se reintegre, sin más, a una comunidad idealizada es, desde esta óptica, un despropósito.

Resulta contradictoria esa idealización, pues como antes se aseveraba, es en el seno de la sociedad (llámese comunidad, barrio, etcétera) donde el adolescente fue adquiriendo los malos hábitos que lo llevaron a delinquir. En ese tenor, es un desacierto pretender el rescate de un adolescente de esas “malas compañías” cuando él es la “mala compañía”, cuando es él quien ha hecho suya la influencia negativa de los otros (adultos y jóvenes delincuentes), pues ha delinquido al grado de convertirse en uno de ellos. Influencia que no necesariamente proviene de la pertenencia a una pandilla, puesto que esa influencia pudo recibirse de diversas maneras. El sujeto aprende de los otros, ya sea de manera directa o indirecta. Hoy, por ejemplo, en muchas regiones del país se convive con una “cultura del narco”.

La reinserción del adolecente en la sociedad tiene dos estadios: a) la reinserción en la sociedad latu sensu, o sea, en un sentido general; y b) la reinserción en la sociedad strictu sensu, es decir, en sentido particular. La reinserción latu sensu da por cierta una sociedad axiológicamente uniforme, equilibrada y monolítica, que detenta y practica un conjunto de principios y valores cívicos y éticos (morales y sociales) que le son consustanciales. Con lo referente a la reinserción strictu sensu, ésta es radicalmente opuesta a la primera, pues la inserción del adolescente (generalmente primo delincuente) se hace respecto de una comunidad plagada de deficiencias, en crisis de valores sociales, alienada en medida semejante al propio adolescente, sin recursos para acogerlo y darle una oportunidad efectiva y concreta para enmendar la conducta antisocial que lo llevó a delinquir.

Incluso cuando hay mecanismos para reinsertar al adolescente, estos son escasos, temporales e ineficientes, donde el Estado es una entelequia. En la mayoría de los casos los instrumentos oficiales y sociales de ayuda y seguimiento son exiguos o inexistentes (el Estado carece de los recursos para ello). El adolescente regresa a su conducta rutinaria plegada a los hábitos de exclusión y rechazo, donde es relegado por un sistema para el cual es desechable —él es la víctima, el hoy satanizado “ni-ni”, porque ni estudia ni trabaja—, cerrándose fatalmente el círculo vicioso.

Una sociedad que no puede darle al adolescente los elementos reales para el cambio de vida, y un adolescente que regresa a un mundo de exclusión y frustración —donde la oportunidad de volver a delinquir es más viable que insertarse en el mundo laboral y del estudio—, es una sociedad que se repite en sus errores, y por consiguiente, lo que construye con una institución de buenos deseos, lo destruye por la falta de oportunidades que resuelvan con hechos el problema del adolescente delincuente.

El desarrollo positivo del adolescente sólo es posible mediante el acceso a una educación de calidad, a un trabajo remunerado, a servicios de salud amigables, a información veraz, a la sana recreación, a una justicia apropiada, a un entorno social seguro, protector y estimulante, a oportunidades para la participación real en la vida de relación y para expresar sus ideas y sentimientos. Todo ello en el pleno ejercicio de sus derechos humanos, y ello sólo es factible si el sistema económico-político-social cambia realmente. Solamente de esa manera es posible el desenvolvimiento de sus potenciales individuales y colectivos.

La cuestión es más compleja de lo que plantea el legislador en las normas respectivas y lo que las agencias del Estado y las voluntades de grupos privados señalan. Sin un cambio radical en el sistema económico-político-social (sin que ello implique un determinismo, pero sí una necesidad), lo otro es una entelequia deliberada, o no, pero de suyo condenada, en el menos peor de los casos, a resultados positivos exiguos e interminables, donde el tiempo histórico ya nos rebasó.

Lo anteriormente expuesto lleva a concluir en la necesidad de reestructurar la vida social en su conjunto, partiendo de que esa reestructuración debe ser llevada a cabo por la sociedad misma, y concomitantemente crear políticas públicas más allá de la coyuntura y la mera retórica legislativa y gubernamental. La demagogia hacia la atención de los jóvenes, tanto de los entes sociales como de los agentes del estado, no puede traer ningún resultado positivo. Por ejemplo, actualmente, en la segunda década del siglo XXI, los niños y jóvenes de todas las clases sociales, por diversos motivos, crecen en una orfandad de facto: sus padres y madres están muy ocupados; unos en hacer crecer su fama y fortuna (el éxito económico es la nueva moral), otros en buscar la manera de sobrevivir (survival), en el más amplio sentidos del término.

En un gran porcentaje de las familias urbanas (clases bajas y medias), el trabajo de doble jornada laboral de padres y madres deja como resultado que los niños crezcan en solitario, sin el apoyo y vigilancia que sólo ellos pueden y deben darles. En este escenario, la convivencia y la unidad familiar son un contrasentido. No puede haber unidad, comunicación y vigilancia familiar con los padres ausentes. Las formas de trabajo y ocupación de los padres requieren ser revisadas a la luz del interés superior del niño y del adolescente (artículos 4, párrafo 9 y 18, párrafo 5).

La sociedad mexicana, como el mundo, vive no una época de cambios, sino un cambio de época. De ahí que tanto ella como el propio Estado requieran un aggiornamento, es decir, una actualización que haga posible la conversión hacia la nueva sociedad que se requiere gestar en la posmodernidad. Se necesita un nuevo paradigma desde el cual la sociedad construya un diverso modelo humanista, cuyos principios y valores provengan desde una base social inclusiva; para que sean legítimamente compartidos en un compromiso ético y cívico por la gran mayoría de sus miembros. El tratamiento de la conducta antisocial del adolescente requiere una atención y una respuesta integral, por tanto, las políticas de Estado dirigidas a los adolescentes deben proyectarse y sustentarse en el conocimiento efectivo de la situación, no sólo particular del adolescente, sino de la sociedad en su conjunto.



Formación electrónica: Luis Felipe Herrera M., BJV
Incorporación a la plataforma OJS, Revistas del IIJ: Ignacio Trujillo Guerrero