Estado laico y libertad ideológica*

Publicado el 3 de septiembre de 2013

José Ramón Cossío D
Ministro de la Suprema Corte de Justicia
@JRCossio
jramoncd@scjn.gob.mx

El pasado 19 de julio se publicó en el Diario Oficial de la Federación la reforma al párrafo primero del artículo 24 constitucional para quedar como sigue: “Toda persona tiene derecho a la libertad de convicciones éticas, de conciencia y de religión, y a tener o adoptar, en su caso, la de su agrado. Esta libertad incluye el derecho de participar, individual o colectivamente, tanto en público como en privado, en las ceremonias, devociones o actos de culto respectivo, siempre que no constituyan un delito o falta penados por la ley. Nadie podrá utilizar los actos públicos de expresión de esta libertad con fines políticos, de proselitismo o de propaganda política”. A pesar de que durante el proceso que condujo a esta reforma se dieron numerosas participaciones en los medios y en el Congreso, es poco lo que a partir de la publicación del texto oficial se ha escrito sobre las implicaciones de esta modificación. Por ello, cabe preguntarnos por los alcances jurídicos del nuevo texto.

Lo primero que conviene advertir es que el nuevo texto constitucional está regulando tres derechos humanos diferenciados: la libertad de convicciones éticas, la libertad de conciencia y la libertad de religión. Asimismo, está garantizando que cada persona pueda adoptar la que más le agrade, así como participar en las ceremonias o actos de culto que, en su caso, correspondan a cada una de ellas. En principio pareciera que las tres libertades apuntadas se ejercen únicamente frente a los diversos órganos del Estado, a efecto de que se abstengan de realizar actos que interfieran con el desarrollo de las convicciones, conciencia o creencias de las personas. Es decir, podría parecer que el precepto constitucional tiene como único propósito lograr que los órganos estatales dejen que los habitantes del territorio nacional desplieguen sus libertades de la manera que mejor les parezca, sin enfrentar ninguna posibilidad de intervención. A mi parecer esta lectura es equivocada, pues el artículo 24 debe ser entendido como parte del sistema constitucional que nos rige.

En primer lugar, veamos el problema desde un punto de vista que, por comodidad en el lenguaje, llamaré “horizontal”. El hecho de que a las personas se les reconozca constitucionalmente la libertad de convicciones éticas, de conciencia o de religión, no supone en modo alguno un reconocimiento para imponerlo a los demás. Lo que la Constitución reconoce, en principio, es un ámbito de lo privado, pero no una autorización para actuar sobre los demás. Dada la pluralidad de convicciones, posibles contenidos de la conciencia o credos religiosos, aquello que alguien tenga como bueno para sí no tiene un respaldo constitucional que le permita suponer que es o debe ser bueno para otros. Con base en este mismo precepto constitucional, el Estado debe velar para que las colectividades que compartan determinadas creencias o credos limiten su actuar a quienes voluntariamente lo hayan adoptado, pues solamente así se salvaguarda el derecho que a cada cual se reconoce para que adopte aquello que sea de su agrado. Obviar esta implicación constitucional sería tanto como anular la pluralidad que se está reconociendo en favor de quienes, por contar con una mejor organización o un mayor número de seguidores, estén en condiciones de imponer a los demás aquello que –insisto– sea de su agrado.

Como segunda implicación, ¿qué le impone el nuevo precepto constitucional a las autoridades públicas, sean estas federales, locales o municipales, ejecutivas, legislativas, judiciales o administrativas? Esencialmente y por lo dispuesto por el artículo 40 constitucional a partir del 30 de noviembre del año pasado, un comportamiento laico. Es decir, la permanente voluntad de no incorporar las propias convicciones o creencias en los asuntos públicos en que deban participar en tanto servidores públicos. La Constitución no prohíbe ni podría prohibir que las personas crean o piensen en lo que quieran; lo que sí hace es exigir a tales servidores un ejercicio constante de autocontención a efecto de resolver los asuntos de su competencia conforme a la racionalidad propia de un orden jurídico construido democráticamente, humanamente, y no a partir de una convicción personal o comunitaria, por más arraigada que en él se encuentre. Quien actúa como funcionario no puede pretextar su libertad religiosa o de creencia para disponer de las normas en el sentido que lo manden sus propias convicciones. Por el contrario, tiene que asumirse dentro del juego de las relatividades jurídicas para argumentar y construir sus decisiones a partir de ellas. Igualmente y para garantizar a todos su libertad de convicciones, conciencia o religión, tiene que garantizar que cada cual adopte y exprese aquello que sea de su agrado, aun frente a la creencia propia o del grupo al que pertenezca.

Por curioso que parezca, las diversas y fundamentales obligaciones que termina imponiendo el nuevo párrafo primero del artículo 24 constitucional, deben leerse como medio jurídico para la construcción de una sociedad plural en democracia. En primer lugar, se impone a toda la población el deber de respetar las convicciones, creencias y credos que existen en nuestra sociedad; en segundo lugar, las autoridades deben hacer lo necesario para generar esa condición de respeto y, en tercer lugar, se prohíbe a los funcionarios públicos imponer a la población sus propias convicciones, creencias y credos.

NOTAS:
* Se reproduce con autorización del autor, publicado en El Universal, el 20 de agosto de 2013